Luego de dos meses de protestas callejeras reprimidas a sangre y fuego, es muy poco lo que Nicolás Maduro puede ofrecer a los venezolanos. El país con las primeras reservas de petróleo del mundo perdió hace años la noción de “normalidad” a que aspira toda persona civilizada enfrentada a un entorno explosivo como el que padecen en Venezuela, debido, esencialmente, al largo colapso de un modelo de desarrollo inviable y destructivo llamado “socialismo del siglo XXI”.
Con el autogolpe de Estado de finales de marzo ejecutado mediante una sentencia del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), que arrebataba las funciones propias de la Asamblea Nacional (AN) de mayoría opositora, acción ordenada y luego retirada por Maduro, se abrió en Venezuela la caja de pandora que especialistas y observadores atentos anticipaban por el empeoramiento de una crisis humanitaria que lleva más de un lustro en desarrollo. La sorprendente paciencia de una sociedad humillada durante demasiado tiempo parece haber llegado a su fin.
Ni fraudes electorales (2013), ni espirales represivos anteriores ante protestas con saldo de asesinatos, torturas y presos políticos (2014), ni el sabotaje permanente a la AN opositora salida de las urnas en 2015, ni la negación de los derechos electorales en 2016 (referéndum revocatorio y elecciones regionales pautadas en la Constitución), habían lanzado a las calles a millones de venezolanos con la determinación que se ha observado en estas semanas en pueblos y ciudades de Venezuela. El último intento por evitar unas convulsiones como las actuales de parte de la dirigencia opositora, agrupada en la mesa de unidad democrática (MUD), fracasó estrepitosamente a finales del año pasado por la negativa del régimen a cumplir con la palabra empeñada, en un proceso de diálogo con amplio apoyo diplomático que terminó por ser una táctica dilatoria de Maduro y su círculo de poder.
Economía improductiva
El modelo económico chavista profundizó el tradicional rentismo petrolero venezolano, apoyándose en la etapa más larga y cuantiosa de bonanza de los precios del barril de petróleo de su historia. Una década (2003- 2013) con un precio promedio del crudo de alrededor de 100 dólares por barril, más una agresiva política de endeudamiento público que quintuplicó la deuda externa, exacerbó la vulnerabilidad de la economía venezolana ante una repentina caída de los precios en el mercado internacional de su único producto de exportación. Ese día llegó y el castillo de naipes se vino abajo irremediablemente.
Aquella petrobonanza se derrochó en una demencial expansión burocrática del Estado y en un intervencionismo económico que destruyó el aparato productivo nacional como sólo una guerra o una catástrofe natural podía hacer. Esto aunado a una voraz e ideológica política expropiatoria y de acoso al sector privado creó las condiciones para espantar la inversión privada nacional e internacional, afectando lógicamente la producción u oferta de bienes y servicios en el país que el Estado chavista compensaba importando masivamente productos. Una economía de puertos que cayó en picada por la radical merma de dólares de los últimos años.
Ese paradigma de planificación central de la economía, de inspiración marxista, en el que destacan los controles de precios y de divisas, empeoró la productividad y eficiencia de la economía y disparó la discrecionalidad burocrática en la asignación de los cada vez más escasos dólares al sistema; aumentando, como ocurre siempre en estos casos, la corrupción y la aparición de mercados negros tanto de divisas como de todos los productos cuyos precios fueron congelados por una decisión política reñida con la realidad de los costos de producción y la demanda, bienes de primera necesidad que fueron desapareciendo rápidamente de los anaqueles hasta llegar alrededor del 85% de índice de escasez actual.
Escasez e inflación desbordadas
Las largas colas para comprar alimentos en Venezuela son el fenómeno más evidente del colapso del modelo chavista. Los venezolanos invierten horas diariamente sólo para la compra de comida, sin tener ninguna garantía de que esas largas esperas, que pueden llegar a días, acaben con la adquisición de aquello que buscan. “Se compra lo que hay”, es la frase más recurrente que se escucha en las filas fuera de los supermercados custodiados por militares y policías fuertemente armados para evitar explosiones de desesperada violencia. Pan, leche, azúcar, café, aceite, arroz, artículos de aseo personal, pañales y un largo etcétera son productos que han desaparecido de los comercios tradicionales, incluyendo los de titularidad pública. De hecho, la reventa de productos a precios mayores a los oficiales es la actividad económica que más ha prosperado en los últimos años, el famoso “bachaquero” (revendedor), ha pasado a engrosar la fauna del socialismo del siglo XXI, una consecuencia inevitable de la escasez y los anacrónicos controles de precios.
Paralelamente, el manejo irresponsable de la política monetaria del Banco Central de Venezuela que ha financiado reiteradamente los enormes déficit fiscales de la revolución, que ha llegado a un colosal 24% este año, imprimiendo bolívares sin respaldo, ha destruido la capacidad de compra de la moneda nacional respecto al dólar. En 1999 Hugo Chávez encontró un tipo de cambio a 573 Bs por dólar, tasa que en la actualidad está encima de 6 Bs (6000 en “bolívares fuertes”), salvaje devaluación que ha condenado a los venezolanos a padecer la más alta inflación del mundo proyectada para 2017 en 720%. El infierno de los asalariados.
Hospitales y farmacias, sin insumos ni medicamentos
Al desastroso panorama económico anteriormente descrito, debemos añadir el drama del sistema sanitario venezolano, uno de los peores del continente: el 78% de los hospitales sufren de escases de insumos y medicamentos básicos para su funcionamiento, en el 97% tienen fallas severas o no funcionan sus laboratorios, según la encuesta nacional de hospitales (2017). Además, en las farmacias hay una escases del 85% de medicinas para atender enfermedades comunes, crónicas o graves, lo que ha llevado al gremio médico venezolano a alzar su voz ante la Organización Mundial de la Salud (OMS) para llamar la atención de un colapso que amenaza la vida de una población de 30 millones de habitantes.
Son frecuentes las protestas callejeras del personal sanitario para exigir al gobierno el cumplimiento de las condiciones mínimas para llevar a cabo su importante labor, acciones que han sido duramente reprimidas por los cuerpos de seguridad del Estado y por colectivos paramilitares que actúan como comisarios políticos dentro de las instituciones sanitarias para evitar que la opinión pública se entere de la enorme precariedad con la que trabajan médicos, enfermeras y técnicos para preservar la vida de los pacientes.
Eso sin contar con el pésimo estado de las infraestructuras hospitalarias y de los equipos de alta tecnología necesarios para el diagnóstico y tratamiento de distintas patologías. Situación que ha obligado a más de 16 mil médicos venezolanos a buscarse la vida lejos de su país, una sangría de capital humano altamente cualificado que empeora las condiciones del sistema.
Muchos médicos han sido víctimas de la desbordada violencia criminal que azota al país, incluso dentro de los centros de salud en los que desarrollan su actividad. Los testimonios de coacciones violentas de parte de familiares y compinches de delincuentes heridos por armas de fuego, forman parte del anecdotario de los galenos venezolanos que, adicionalmente, se enfrentan impotentes al resurgimiento de enfermedades que se creían superadas y al alarmante aumento del 30% de la mortalidad infantil en 2016.
Más pobres que nunca
Los datos oficiales reflejaban en 1999 un 45% de hogares pobres en Venezuela y ya en 2014 esa cifra había llegado al 49%, es decir, la revolución hecha en nombre de los “pobres y excluidos” dejó socialmente postrado a un país que gozó paradójicamente de un récord de ingresos petroleros. La Encuesta sobre Condiciones de Vida en Venezuela (Encovi) presentada en febrero de este año y realizada sobre 6.500 familias por las principales universidades del país reveló que el 82% de los hogares venezolanos vive en pobreza. Es decir, que en tres años la pobreza saltó del 49% al 82%, un incremento espectacular que refleja los efectos sociales de una crisis humanitaria sin buenas perspectivas de solución a corto plazo y mediano plazo, mientras quienes la han generado se mantengan en el poder sin voluntad del rectificación alguna.
Inseguridad impune
Por otra parte, los datos referentes a la violencia social no son mejores. Venezuela es uno de los países más violentos del mundo: 3 de las 10 ciudades más peligrosas son venezolanas, con su capital Caracas encabezando ese temible ranking. Si además añadimos los más de 28 mil asesinatos ocurridos en 2016, de los cuales quedaron impunes 9 de cada 10, se entiende que haya ciudades en las que más que trasladarse de un lugar a otro, los venezolanos parecen estar huyendo de algo, un estado de alerta permanente que raya en la paranoia.
Rejas, muros, cámaras, casetas de seguridad y vigilancia privada no detienen el auge de delitos de la más diversa índole que han hecho vivir a los venezolanos en un informal toque de queda, uno no decretado oficialmente, que se inicia cuando el sol se pone en el horizonte. Todo esto con el agravante de que buena parte de los delitos son cometidos por quienes deberían luchar contra ellos. Tareck El Aissami, actual vicepresidente, en sus tiempos como ministro del interior llegó a confesar que al menos 20% de los miembros de los cuerpos de seguridad del país cometen delitos o forman parte de bandas delictivas, un porcentaje a todas luces conservador dados los numerosos testimonios acerca de la acción de policías delincuentes en todo el país.
En definitiva, estos trazos gruesos de la multidimensional crisis venezolana dibujan una situación límite para una población que ha decidido salir a protestar en las calles contra un régimen despojado ya definitivamente de su precario disfraz democrático. Con este contexto se entiende que haya cada vez más gente dispuesta a no dejarse gobernar por quienes, montados en un enorme aparato propagandístico y represivo, buscan consolidar un sistema totalitario que haga irreversible vivir miserablemente y sin libertad, en nombre de una “paz” y una “normalidad” que ya no existen en Venezuela.