Portugal, cara a cara (II): Las luces de Lisboa

Tras la visita a Oporto, es el turno de descubrir la capital europea de moda, Lisboa
Ricardo Blanco
España
15.11.2019
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Abandono la magia de Oporto desde la bella estación de San Bento y pongo rumbo a Lisboa. Una de las mejores formas de conocer un país es atravesarlo en tren y descubrir cómo cambian sus paisajes y sus gentes a lo largo del recorrido. Me esperan algo más de 300 kilómetros, que aprovecho para desconectar y leer. He tomado el tren más lento que en su primer tramo sigue la costa norte y se puede disfrutar del mar, aunque sea una parte mínima del recorrido desde Aguda hasta Espinho, para enseguida adentrarse hacia el interior. El verde intenso de Oporto y alrededores, que tanto recuerda a Galicia, se va tornando en un verde más suave incluso con algún ocre, que me hace sentir como en casa, acostumbrado como estoy a parajes más áridos de Madrid y alrededores.

Como era de esperar, Lisboa es una gran ciudad con todas las consecuencias, más ruido, más tráfico y mucho más gentío y prisas me saludan al salir de la estación de Santa Apolónia. Incluso el trato recibido en el puesto de información es mucho más escueto que en Oporto. Todo queda olvidado cuando al otro lado de la estación se vislumbra el Tajo, que da pistas de uno de los secretos de la ciudad, la luz que el río va arrojando sobre la ciudad a su capricho. Este viaje lo es también por dos formas de enteder la vida, del Duero al Tajo. Al igual que en España, las tierras que bañan ambos ríos son dos territorios con características muy diversas. La primera impresión de que se trata de algo más que un río no está desencaminada. Esta zona del Tajo es el conocido como Mar da Palha (Mar de la Paja), una inmensa bahía donde el Tajo desemboca después de su viaje de 1 kilómetros desde España hasta Portugal.

Mi intención es bordear esta orilla del Tajo hasta la plaza del Comercio, una de las imágenes más representativas de la ciudad, pero nuevamente, meto el mapa en la mochila y guardo el móvil para no caer en la tentación de mirar los puntos que tengo marcados para visitar. Todo esto sucede al cruzarse en mi camino un estrecho callejón con escaleras que me tienta para subirlo y ser mi anfitrión en el barrio de Alfama, un conjunto de callejuelas de origen árabe. Me quedo impresionado por  el laberinto que forman las rúas (calles) y los becos (callejones) de subida y bajada, algunos de ellos sin salida, que te atrapan y te van transportando a la magia del barrio más antiguo de Lisboa. Algunos recorridos son de trazado casi imposible y van desembocando en cuestas de subida que hacen elevar la mirada para descubrir otro de los encantos de la ciudad, los miradouros. Después de contemplar la ciudad desde los miradores de Graça y Santa Lucía, logro deshacerme poco a poco del embrujo del barrio de Alfama y desciendo hacia la catedral del Lisboa. Bajando aún más, la Lisboa más turística empieza a hacer su aparición: los tranvías, las pastelerías con los pasteles de Belén y las hordas de turistas, de las que renegamos, pero de las que formamos parte cuando viajamos.

Finalmente, consigo mi objetivo y llego a la impresionante plaza del Comercio, una inmensa plaza cuadrada con tres lados edificados y el cuarto abierto al río Tajo, un reflejo del espíritu aventurero del Imperio Portugués, siempre abierto al mar y a la conquista de nuevos mundos, como cuenta uno de los guías en la plaza. Un atardecer de un rojo imposible, que ningún filtro de Instagram podría igualar, me avisa de que el día va acabando y que el Tajo sigue cambiando a su antojo las luces de la ciudad. Todavía debo caminar hasta el hotel atravesando la rúa Augusta, la plaza del Rossio y la Avenida de la Libertad hasta el Parque de Eduardo VII, llamado así en honor al rey inglés, que demuestra una vez más la intensa relación entre Portugal y Reino Unido.

Para el día siguiente dejo la visita a la zona de la Basílica de la Estrella y la Asamblea de la República, justo ese día se estaba constituyendo después de las elecciones de principios de octubre. Más adelante será el turno de descubrir uno de los miradores más desconocidos, tanto que cuando llego en pleno mediodía estaba desierto. Es el mirador de Santo Amaro, donde hay unas impresionantes vistas del puente 25 de abril. Por la tarde, un agradable paseo en bici por la orilla del Tajo me descubre otra de las luces de Lisboa, la de la luz vespertina reflejada en el Tajo que baña a la ciudad en la zona comprendida entre el puente 25 de Abril hasta la torre de Belén. El día siguiente, el último en la ciudad, será un día para dedicar al hedonismo más puro: pasteles de Belén, bacalao, pasteles de gallina,… Y ahora ya sí, momento de abandonar Portugal, país al que después de este viaje cara a cara, miraré con otros ojos.

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