Mercaderes de seres humanos: los tratantes se proveen sin piedad de pobres y vulnerables

Están tan cerca, que conversar con ellos a diario forma parte de la rutinaria agenda; se acercan, con aparente buenas intenciones, para echar sus redes y atrapar a otra víctima fácil.
Edurne García Ordóñez
España
20.06.2019
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Es lo fácil a lo que están acostumbrados los malvados, que se crecen en la creencia de su impunidad, hasta que el paraguas de algún uniforme manchado o la protección del burócrata de turno untado, se acaba. Miles de pobres salen de sus casas con promesas mentirosas, en busca de ganarse la oportunidad de mejorar su vida, en cualquier patria que les acoja. Parten de la mano de ese desalmado que husmea en las miserias de los barrios, donde la ilusión de mejora es tan grande como la deuda que les firman a sus verdugos.

Las jóvenes nigerianas, guerreras sin derecho a recordar su nombre, recorren miles de kilómetros, desde el occidente, al norte de África, en un viaje que masacra, paso a paso, su dignidad, hasta quedar aniquiladas bajo el yugo de un compatriota vendido al mejor postor y mercader de carne joven, para el prostíbulo europeo que puje en la subasta del delito. Estas chicas que llegan a España, Francia, Portugal, Grecia, Italia, Alemania…, sin saber una letra del idioma que les toque en el sorteo de la mala suerte, sin más que el miedo y la esclavitud por delante, repueblan los lupanares, a los que acuden cada noche una cohorte de babosos y sus billetes. Los locales, a plena luz y a plena noche, indican con una flecha de neón, dónde concursar para campeón de la inmundicia. Y esas jóvenes arrastradas al infierno de la subasta de carne, han dejado de contar los días, de pensar, de creer, de sentir y de vivir; y sentadas frente a su cadáver, saben que en unos minutos llegará otro cliente y otro y otro.

Miles de hombres, mujeres y niños caen en las redes de los pescadores de pobres, a la sazón: sus vecinos, los que les prometen un viaje hasta las costas españolas, con pasaporte a otro país de Europa, por una facturan que tardarán más de un lustro en saldar, si no lo hacen de manera informal. Les meten en la patera del fin del mundo, a la espera de que la providencia en forma de navío de rescate, les acerque a tierra firme, donde la ONG les ofrece manta y café, y les proveen de la documentación para iniciar el trámite legal de poder permanecer un tiempo en este suelo, si es que llegan vivos. En la madrugada del 16 de mayo, 3 de los 25 que iban del occidente africano a Canarias, en la embarcación de papel facilitada por la mafia de la trata de migrantes, murieron: 1 mujer, posiblemente su hijo de un año y otro pasajero cuyo cadáver no ha sido localizado. El patrón, ese paisano marroquí que se ha forrado a cuenta de los dírham de sus compañeros de rezos, les abandonó, se escondió y ahora está en la cárcel; uno de tantos que ya ha sido sustituido en sus labores.

Llegan en avión, vía Paris o Berlín, o donde sea que les lleven, tras cerrar la puerta de un habitáculo sin más sombra que el dolor y la desesperación. Les seducen con trabajos de chachas, camareras y labriegos, con salarios tan atractivos como mentirosos. Llegan y van a sus destinos, porque han reclamado una mano de obra ilegal, barata y esclava, que les mitigue el estrés de la siguiente manicura, la próxima partida de golf y la penúltima cena de amigos. Así, jornada sobre jornada, bajo el silencio del miedo y la amenaza de volver al ayer del que huyeron, con tan solo el hatillo que les da la madre latina, siempre hermanastra. Cruzado el Atlántico, con cuatro óvolos quedan despachados cada mes, sin saber que se han convertido en los cómplices de esta banda de ruines perversores sociales.

Los humanos no han vivido un solo día de su Historia sin tratantes de esclavos en nómina, sin indigentes desechados a la nada; porque los mercaderes de seres cuentan con el amparo de la refinada costumbre del dinero y el compincheo pagado de los colaboradores, anclados en uno y otro lado de mares y océanos. En esta maraña del despilfarro de la crueldad, parece que fueran 10 o 12 los que se montan el chiringuito, hasta que caen: craso error; éstos que pisan prisión, son los escalones más bajos, los que se meten en el barro y obedecen las órdenes del superior, que se inclina ante el de más arriba y éste clava la rodilla frente al supremo, al que nunca sabremos quién le gobierna, mal que siembre su vida de signos evidentes e impunes. Su negocio nunca cierra.

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