¡Bendito seas, Willis Carrier! Con el termómetro marcando los dos patitos en el salón de tu casa avistando cómo Himar González anuncia la llegada del cuacaraca-cuacara a los medidores de temperatura de algunos pueblos cordobeses lo absurdo sería pensar otra cosa. Para ser sincero, me extraña la exigua fama de la que goza una persona como Carrier. Desconozco si alguna vez habíais escuchado su nombre. Realmente, me sorprende no haber visto nunca su póster junto al de Nadal mordisqueando cualquiera de sus once Roland Garros o al de Julio Iglesias señalándote con su índice inquisidor en la pared de ningún español. Conociendo su invención, a la altura de Steve Jobs y da Vinci lo colocaría más de uno que yo me sé. Ser el creador del aire acondicionado no es para menos.
Desempeñándose el susodicho a todo trapo me pregunto qué hubiera sido de nuestros veranos si jamás hubiera existido el ingeniero neoyorquino. No cabe duda que el cuñadismo estival se soporta mejor con el biruje penetrando por los poros de tu piel. No tardo en llegar a la conclusión de que si Carrier nunca hubiera existido tendríamos que haberlo inventado. A él y a su aire acondicionado. Porque sí. Porque existen dos tipos de personas: las que habría que inventar si no existieran y las que si no existieran no haría falta inventar. Paradójicamente, suelen pasar desapercibidas y olvidarse más fácilmente las primeras que las segundas. Casi siempre infravaloradas las primeras, los focos de la atención mediática quedan reservados para las segundas. Ocurre en el deporte. Ocurre en la política. Ha ocurrido a lo largo de la Historia. Nadie se acuerda de la medalla de oro que obtuvo Carolina Marín en los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro pero todos conocen el último peinado que se hizo Neymar. Nadie recuerda los Pactos de la Moncloa pero todos cotillean con el estudio que solicitó Carmen Calvo a la RAE para adecuar la Constitución a un lenguaje inclusivo.
Calvo, obviamente, pertenece al segundo grupo. Vanidad y altanería no le faltan. La vicepresidenta fantasea con marcar un nuevo hito en la historia de España cada vez que pronuncia una de sus caciquiles sandeces. La última no es para menos. Pero tampoco debería sorprender a nadie. Lo único que pretende Calvo es politizar el lenguaje. Una reivindicación superficial que carece de lógica política y social alguna. Una reivindicación superficial que intenta disfrazarse de un adulterado morado con el que ganar adeptos a la causa y connotar de feminista el quitojesco Gobierno sanchista.
Me consta que la ministra de la Presidencia, Relaciones con las Cortes e Igualdad sabe perfectamente lo que significa el concepto de economía del lenguaje. Que no todos los términos deben acabar en a para simbolizar el sexo femenino. Que para eso existen unas partículas denominadas artículos que sirven para designar el género de un vocablo. Que ella y todas las mujeres quedan representadas dentro del plural genérico utilizado en el castellano. Pero claro, relacionar al lenguaje con el machismo es muy tentador. Y ridículo.
Gozar de 84 diputados en el Congreso es lo que tiene. Toca trabajar la imaginación. Y en lugar de hacer política haces politiqueo. Aunque lo mejor de esta historia es que para llevar a cabo la reforma deba ser aprobada la misma por dos tercios en la Cámara Baja y en la Cámara Alta, respectivamente, para luego disolver las Cámaras, convocar elecciones generales y un referéndum. O sea, que sería la ciudadanía la que dictaría sentencia. No ella. Ay, qué sería de nuestras vidas sin personas como Carmen Calvo.
