OPINIÓN | A pesar de que ha pasado casi una semana del fallecimiento de Isabel II, muchos ciudadanos dentro y fuera del Reino Unido siguen en shock emocional tras su pérdida. La monarca, que falleció de servicio a los 96 años en su amado castillo escocés de Balmoral, ha dejado un hueco en la sociedad y la política británica que plantea muchas dudas de cara al futuro.
¿Quién le iba a decir a la pequeña Lilibeth que, tras la repentina muerte de su padre en febrero de 1952, se convertiría con los años en un icono mundial, en una reina de alcance internacional? Con celeridad se amoldó al cargo al que no aspiraba en su nacimiento, pero que recaería sobre sus hombros tras la abdicación de su tío, el rey Eduardo VIII de Reino Unido, en 1936. Y, a la fuerza, por sus actos y su carisma medidos al milímetro, se introdujo en las casas y los corazones de todos los ciudadanos. Su entereza, su incombustible actitud y su empeño por llevar la Corona sobre sus hombros hasta su muerte hicieron de ella un oasis para todo Reino Unido. En ella, la política y la sociedad descansaban.
A lo largo de sus 70 años de reinado, Isabel II se tuvo que enfrentar a muchas circunstancias. Desde varias guerras a recibir a 16 primeros ministros con los que tuvo relaciones muy diversas -de la cercanía y amistad del carismático Winston Churchill a la tensa esfera que se creaba junto a Margaret Tatcher-, pasando por varias crisis políticas marcadas por el intento secesionista de Escocia y la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Ataviada siempre con conjuntos similares de diferentes y llamativos colores, mandaba mensajes tan sútiles con su comportamiento que nunca fueron detectables. Por ejemplo: en la apertura del Parlamento británico tras el referéndum del Brexit, la reina acudió con un traje nunca visto hasta el momento: azul eléctrico y flores amarillas, muy parecidas a los colores de la bandera del Eurogrupo.
Con índices de popularidad y apoyo cercanos al 85% el pasado junio, durante la celebración del Jubileo por su 70º aniversario como monarca, deja en una situación complicada el país al que se entregó durante tanto tiempo. Con una inflación desbocada, una situación política inestable -la nueva primera ministra, Liz Truss, a la que recibió en Balmoral dos días antes de fallecer, no cuenta con demasiados apoyos ni en su partido ni en la opinión pública- y una situación familiar delicada -la manchada reputación de su hijo Andrés, la tensa relación entre el príncipe Andrés con Carlos III y Guillermo, la acogida de la reina consorte Camila entre la población tras su deceso…-, el fallecimiento de Isabel II marca un punto de inflexión en la propia historia de Reino Unido.
Ahora será su hijo, la persona de más edad en acceder al Trono británico, quien se deba encargar no de intentar igualar el reinado de una de las monarcas más brillantes de Gran Bretaña -algo, francamente, complicado-, sino en, al menos, intentar mantener la reputación de la Casa Real británica y su propia imagen -hay sondeos que apuntan a que solo cuenta con un 48% de popularidad y que la mitad de los ciudadanos prefieren a su hijo como nuevo Rey de Inglaterra-.
La labor de Isabel II al frente de la Jefatura del Estado del Reino Unido fue, prácticamente, intachable. Con suma entereza y mucha mano izquierda presenció la descomposición del antiguo Imperio Británico y, en su lugar, luchó y apostó por mantener los lazos comerciales y políticos con muchos de esos países a través de la Commonwealth, algo que ha repercutido muy positivamente en las arcas públicas inglesas.
El punto más bajo de popularidad de la monarca fue la muerte de Diana de Gales, cuando la sociedad criticó con dureza la frialdad en el trato que la Casa Real dio, en sus primeros momentos, al fallecimiento de la madre de quien, algún día si Dios quiere, será Rey. El primer ministro de la época, Tony Blair, aconsejó a Su Majestad acudir al Palacio de Buckingham -Isabel II se excusó en que estaba cuidando a sus nietos en Balmoral para no acudir a los actos fúnebres de Lady Di- para mostrar sus respetos a su exnuera. Tanto ella como Felipe de Edimburgo pasearon por los alrededores de palacio para ver las muestras de cariño a la “princesa del pueblo”, y fue ese el momento en el que una niña se acercó a darle un ramo de flores a la monarca. “¿Dónde quieres que las ponga?”, le preguntó la monarca. “Son para usted, señora”, le corrigió la niña. Cuentan algunos presentes que Isabel II respiró hondo: la habían perdonado. Un perdón que se tradujo en devoción hasta su muerte.
Si bien es cierto que el fatal desenlace de la monarca era algo esperable, nadie se había hecho a la idea de que realmente llegaría. Isabel II ha mantenido los últimos meses un perfil muy bajo y discreto, con una agenda muy reducida tras los problemas de movilidad que sufrió tras el confinamiento del Covid-19 en 2020. El fallecimiento de su marido, el príncipe de Edimburgo, hace año y medio también marcó decisivamente a la monarca. No obstante, el apoyo a su figura no se resintió: al contrario, subió. Todos la querían. Todos se fijaban en ella. De su marido dijo, en sus bodas de plata, en 1997, que era “mi roca, mi fuerza y mi sostén”. Lo que ella no sabía es que todos los ciudadanos, cuando cantaban el famoso “God sabe the Queen”, aclamaban a la piedra angular que, para muchos, se convirtió ella misma para el Reino Unido.