El problema de los incendios en Galicia en los últimos años desgraciadamente es cíclico. Nadie ha sido capaz de frenar el bucle en el que se encuentra. Ningún gobierno autonómico ha podido con el fuego. Las oleadas de incendios en los ochenta dieron paso a otra nueva racha de terror en los noventa. En lo que llevamos de siglo ya han sido al menos dos las catástrofes de enorme daño ecológico que han azotado a Galicia arrasando su rico y verde paisaje dejando solo tizones.
Pero lo que nunca se había visto hasta ahora en Galicia es que el fuego se propagase literalmente por las calles de una de las principales y más pobladas ciudades gallegas. Las llamas han sorprendido al pie de los edificios expandiendo el horror, llevando la tragedia al otro lado de las antenas de televisión.
La catástrofe ha cruzado toda previsión. Aunque tampoco ha ayudado que los responsables de mantener los operativos permitiesen que en los últimos días se redujesen los efectivos ante la llegada del otoño. Numerosos contratos de brigadas se extinguieron hace tres días, a pesar de que el monte estaba absolutamente seco. Con un huracán soplando muy cerca de la costa gallega, la combinación de fatalidades se maridaron haciendo totalmente ineficiente cualquier operativo. El 112 colapsó. El terror se contagió de aldea a aldea. De urbe a urbe. Nada pudo frenar el pasto de las llamas. La situación se fue de las manos ante cualquier planificación estratégica. Por eso, hemos tenido que ver, una vez más como en otras tantas y tantas catástrofes que sacuden a esta esquina del norte de España, las manos de los ciudadanos improvisando medidas de emergencia con la intención de aplastar el espanto, sofocar la angustia, distraer el dolor y contener una rabia imposible de moderar. Con todo, no ha habido manos suficientes para frenar una salvajada. Aunque la lucha fue y es titánica, la batalla contra cola, y menos mal que sólo fue una cola, de una fuerza de la naturaleza de categoría 3 estaba perdida de antemano. Cientos, miles, de personas se echaron a una calle, una carretera, un monte o un parque, o a la casa de un vecino para colaborar en descoordinadas tareas de extinción, a lo bruto, como se pudiese. Una disputa altruista y generosa en donde la ciudadanía se jugó el tipo enfrentándose a las llamas. El fuego devoró y devoró hectáreas de monte, bosque, y parques y jardines. No hubo tiempo ni de mirar al cielo, a la espera de que una lluvia de otoño desgarrase a jirones las llamas de la negra piel que se le estaba quedando a Galicia en sólo unos minutos. Por mucho desear, el agua no visitó Galicia. Sólo de madrugada, pero lo hizo de forma tímida. Los gallegos sintieron la escasa lluvia como un jarro de agua fría, porque durante la madrugada del terror, del domingo al lunes, hubo 70 nuevos incendios en diversos puntos de Galicia.
El Castro empezó a arder ya… Están arrasando Vigo… #ArdeGalicia pic.twitter.com/B1MgsI5TH7
— W O N H O (@Devans7_) 15 de octubre de 2017
Cuatro personas no pudieron escapar de las llamas y perecieron, como en el año 2006. Sus vidas se fueron ahogando y abrasando sus vidas poco a poco. Este fin de semanas, también han precisado atención médica, al menos 20 personas. Las llamas han superado las 5000 hectáreas ardidas en sólo 48 horas. En apenas tres días se superaron los 260 incendios.
El fuego ha encontrado oxígeno en todos los rincones de una Galicia seca, aprovechando que los acuíferos y las reservas de agua están bajo mínimos. En algunos casos, por debajo del 15% ¿Se imaginan lo que significa eso para Galicia? Dio igual la provincia. A Coruña, Lugo, Ourense y Pontevedra. Dio igual si fue en lo alto de un monte, como en Os Ancares, una reserva natural, o a pie de playa como la concurrida Samil. Las cuatro provincias fueron devastadas por alguna parte. También parques naturales como el del Xurés en Ourense o el Caurel, en Lugo, dos joyas medioambientales del ecosistema gallego que ayer sufrieron el destructor poder de las brasas. Pero causó un gran impacto ver cómo el fuego se abría paso ladera bajo precipitándose sobre núcleos turísticos de gran relevancia como Baiona o Nigrán. Y más sorprendente aún fue ver como en minutos el área urbana de Vigo ardía con enorme facilidad. El horror se comió otras localidades (Gondomar, Mós, Nigrán, Canido, Coruxo…). El fuego entró por las arterias principales de la ciudad viguesa, la avenida Europa, la Florida, o Castro, Navia… Hasta la Citroën ha tenido que parar su actividad ante el temor de las llamas, un hecho histórico en la ciudad. En el norte, el fuego también ha encontrado su espacio. En A Coruña, Narón, Aranga, A Castellana, Ames, Nada, Sada, Oleiros…
El fuego fue incluso capaz de saltar las aguas del Miño, ya que, según datos de la Xunta de Galicia, parte del problema incendiario provino del otro lado del principal río de Galicia. En Portugal, también se están viviendo horas dramáticas, la segunda tragedia del año causado por las llamas asesinas. Esta vez, los pirómanos han cobrado 36 vidas, entre las que se ha contado un bebé de tan sólo unos meses. Allí las hectáreas calcinadas también se suman por miles.
Los numerosos incendios no son fruto de la casualidad. Sólo la meteorología no puede explicar el suceso, aunque fuese más combustible al fuego. Galicia ha sufrido un ataque terrorista en toda regla. Una acción maníaca. Entre la gente de bien, han convivido durante todo este tiempo células durmientes, que esperan la ocasión para dar el golpe letal y consumar el sueño onírico de todo pirómano: perpetrar un infierno en vida.
La imagen de las llamas devorando el paisaje verde ha sido absolutamente pavorosa. Tan pavorosa que el fuego se comió el verde de la naturaleza seca y también el gris cemento. Y es que, aunque sea triste decirlo, Galicia tiene a su propio enemigo en casa. Auténticos terroristas. Les llaman “capitán cerilla”. Amantes del fuego. Arquitectos del odio, constructores de la destrucción. Siempre están ahí, esperando al acecho y la debilidad.
Lo que nadie se esperaba fue que este fin de semana se reuniesen como en un aquelarre los elementos para una tormenta perfecta. Un huracán tropical rozando su paso a las puertas de Galicia. La cola de este fenómeno metereológico, inusual en Europa -cosas del cambio climático que hasta negó el primo de un señor de Pontevedra hace años-, de nombre Ophelia ayudó a que los maníacos del fuego viviesen una noche de ardoroso placer enfermizo. Sólo les faltó la lira y el arpa mientras prendían lumbre a los matojos. Un poco de gasolina, unas cerillas y el factor 30, que desgraciadamente no es un spray fotoprotector para evitar las quemaduras del sol. El factor 30 significa que se aúnan tres agentes: bajas condiciones de humedad, por debajo del 30%, temperaturas muy cálidas, de 30 o más grados, y vientos de al menos 30 kilómetros por hora. Ophelia, el huracán tropical, trajo a la costa de Galicia vientos de 100 kilómetros por hora. El crimen perfecto de una mano invisible.
Las imágenes de los incendios de Portugal de los últimos años tendrían que haber servido para tirar del viejo refranero español, ese que dice que cuando veas tus barbas pelar pongas las tuyas a remojar. Era un aviso para todos. Pero en Galicia a ese tipo de avisos, como a otros, apenas se les hace caso. El peligro no se percibe, se convive, y se supera. Puede que una de las causas sea que la gente gallega es gente marinera, dura de pelar. Y si el peligro acecha, el gallego se remanga y se pone a trabajar como sea sobre el escenario, en vivo y en directo. Es más de echar una mano cuando hace falta.
Cuando la solidaridad gallega se pone a prueba responde con toda su energía. Si hay células durmientes para sembrar el pánico, también hay una quinta columna dispuesta a hacerle frente al terror. Con apenas recursos para ponerse frente a frente al fuego, pero si hace falta, se juntan las manos aunque sea a paladas. Las cadenas humanas volvieron a organizarse, sin necesidad de haber acudido a un curso de riesgos laborales o de haber ensayado un plan de emergencia. Se cambiaron los capachos para recoger el chapapote por los calderos repletos de agua para ahogar las llamas. Los buzos blancos se cambiaron por la ropa sport, con un pañuelo rodeando el rostro para mitigar los efectos del denso humo. Los que tuvieron más medios se armaron con mangueras de riego del jardín. Y los más rústicos, utilizaron el arbusto gallego más célebre para estas ocasiones, la “xesta”, que gracias a sus ramas logra combatir por momento el pavoroso acoso de las llamas. Así, matando moscas a cañonazos, con la rabia y la fuerza es como ha luchado en las últimas horas Galicia. Es la resistencia de la impotencia humana y la voluntad de un pueblo, que unido se cree capaz de todo. Como siempre. A muchos, ayer se les pasó por la cabeza el Prestige en forma de lenguas de fuego y se pudo escuchar de nuevo el grito de Nunca Máis.
Volviendo a las imágenes que hemos visto a lo largo de los últimos años en Portugal, estas no fueron señal suficiente para que en Galicia se diese por aludida y sintiese que podía seguir el mismo camino. La inacción de un plan para evitar esta catástrofe produce ahora lágrimas de rabia.
El monte crece a su antojo ante el abandono del campo. A nadie le ha importado ver cómo se cierran las casas de labradío en Galicia. Las propiedades están al albur de la emigración urbana, que no se acuerda que en el campo hubo algún día riqueza y la prosperidad del origen de sus familias. Porque hubo un tiempo en que la Galicia rural fue más rica que la de la ciudad.
Foto: @ellarguero
Galicia necesita de un plan a gritos. Políticos que no se arruguen, que se jueguen el tipo en las urnas. Nadie se atreve a ejecutar un plan que es sabido que causará problemas, sea el que sea el plan. Para explicar por qué no hay atrevimiento hay que buscar en la propia idiosincrasia gallega y en el viejo principio del perro del hortelano, que ni come ni deja comer. El terruño gallego está dividido en parcelitas. Las herencias de generaciones y generaciones han atomizado las propiedades de tal forma que hasta se han llegado a repartir las cenizas, cuando las cenizas también tenían valor para los herederos de familia numerosa y ya no quedaba casi nada que repartir. Las cenizas servían de abono en el campo, por lo que estas aparecen en los testamentos de muchas familias labriegas. Las múltiples parcelitas, a veces ni siquiera son parcelitas, son literalmente tiritas alargadas. A la miniaturización del campo hay que añadirle la mentalidad autóctona, que se rige por el principio de que esa tierra, la suya, por pequeña que sea, es más valiosa en su poder que en la del vecino.
Galicia lleva así decenas de años. Sin atreverse a organizar sus comarcas. Sin marcar qué zonas pueden ser dedicadas a la explotación de un bosque sostenible y que ese bosque crezca sobre el valor de sus especies autóctonas. No hay tampoco un monte común, bien estructurado, con la creación de cortafuegos, sin maleza y material vegetal combustible. Construyendo por medio de esas extensiones buenos accesos y creando acuíferos que se podrían formar con los abundantes recursos del agua de lluvia, para atacar de inmediato un plan de emergencia cuando las llamas amenacen el entorno. Galicia necesita con urgencia la acción política que contemple medidas de acción sobre el campo. Parcelar el campo en grandes terrenos, bien gestionado, crearía un nuevo valor y el paso para la industrialización del campo.
Foto: @ellarguero
Por tanto, es obligado y urgente el saneamiento del monte, evitando o prohibiendo el crecimiento de matorral y maleza que a fin de cuentas es el combustible de las llamas. Pero también es necesario el cuidado y la adecuada gestión de sus ríos, la organización de cultivos adecuados y ordenados, una potente planificación forestal autóctona, proliferando la plantación de castaño y roble, y prohibiendo la invasión y explotación desmedida de los eucaliptos, un árbol aliado del fuego. La organiza posibilitaría la creación de nuevas economías como la cinegética y la pesca fluvial. Son medidas que evitarían lo que hoy es, otra vez, tierra quemada.
Galicia se recuperó del chapapote, de las cenizas. Volverá a recuperarse porque la fuerza de la naturaleza es mayor que el capricho del hombre. Lo triste es ver como una y otra vez el hombre tropieza con la misma piedra sin hacer nada de nada.
¿Hasta cuándo?
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— Alfonso Hermida (@alfhermida) 15 de octubre de 2017