El amor es un laberinto entretejido de ausencias y presencias. Afianzamos nuestro amor hacia otra persona cuando esta no está cerca, cuando notamos que se filtra como arena entre los dedos, y después, cuando la tenemos al lado, tratamos de inmortalizar los instantes vividos. Es de ley. El amor romántico es mucho más profundo al principio y al final, en el nacimiento y en la muerte, cuando aparece y cuando se va. Amante por un día comienza con un romance que da sus primeros pasos y con otro que se apaga.
Philippe Garrel regresa a las constantes de su filmografía con una nouvelle que transita todas sus claves cinematográficas. Amante por un día contiene la voz y los estilemas clásicos de su valedor, es innegable; el francés permanece a gusto con las historias minimalistas. La profundidad de los diálogos vuelve a concordar a las mil maravillas con la belleza incuestionable de las imágenes. El contrastado blanco y negro y los trabajos fotográfico y de iluminación ahondan en los puntos oscuros de la psicología de sus personajes.
Todo en Amante por un día es marcadamente garreliano. Desde la poética de sus imágenes, siempre pendientes del gesto, hasta la incisiva vocación de los diálogos. Garrel desnuda las relaciones, las deja sin máscaras, con la piel en carne viva, y nunca se deja de hacer preguntas de calado a lo largo de su film (y del conjunto de su carrera, en realidad). “¿Qué es la fidelidad?”, pregunta Jeanne a su padre tras quedarse a vivir junto a él y su novia, de la misma edad que ella, tras una difícil ruptura. “Nadie lo sabrá nunca”, le contesta, en un alarde de honestidad en el que se trasluce la propia respuesta del director. Porque Garrel no para de cuestionar el mundo que lo rodea, la naturaleza de las relaciones, la envoltura del amor. Así las cosas, su película es una reflexión dubitativa sobre los celos, la infidelidad, las lealtades, la mentira y el miedo a perder a las personas que queremos. Y sobre la forma en que, a veces, actuamos prisioneros de estas emociones.
Por otra parte, la cinta medita, con languidez y poniendo énfasis en lo que siente cada uno de sus contendientes en cada momento, sobre la percepción femenina de todos estos temas. Quizás por eso el autor elija una voz en off femenina como narradora de la historia (¿pero quién nos habla?), para dotar de fuerza y acompañar los parlamentos que llevan a cabo las dos mujeres protagónicas. “Hablo por todas las mujeres”, dice Ariane en una secuencia, para después sentenciar que “una mujer que no ama su cuerpo no puede ser un buen partido”. No son las únicas miradas desde y hacia lo femenino que desliza Garrel, que, sin ser especialmente moderno en la mayoría de sus postulados, sí ofrece un espacio de debate y determinación interesante al respecto, por ejemplo en la concepción de la infidelidad como un ofensiva contra el patriarcado o como una reivindicación de la feminidad. Si nos enseñan a ser víctimas por qué no aprender a ser verdugos.
[Sumario]
A su manera, la puesta en escena de Philippe Garrel hace hablar a sus imágenes con solvencia. La búsqueda de la belleza en los encuadres no es caprichosa. Todo tiene un sentido narrativo en su composición. Si Esther Garrel aparece escribiendo sentada en la cama y en la pared que tiene a su espalda se proyecta una sombra alargada, la imagen nos habla de todo lo que ese personaje arrastra tras de sí. Si posteriormente elimina la rémora de la espalda de Garrel y se la coloca a su otra protagonista, Louise Chevillotte, tampoco es azaroso: nos indica que ella es ahora la que guarda secretos y decisiones sombrías. De la misma forma opera la secuencia de apertura: él sube las escaleras, ella las baja, se encuentran a mitad de camino; como una advertencia del momento vital que atraviesa cada uno. Son ejemplos de economía narrativa que elevan el largometraje, como la utilización de los reflejos (plus jamais ça!), siempre con la vocación de hablar de las dicotomías, las dobles caras y los secretos que albergan los protagonistas de la obra. El trabajo de Garrel tras la cámara es un elogio de la pulcritud y la simbiosis forma-fondo. No obstante, el artífice de Salvaje inocencia (Francia, 2001) se permite ciertas licencias y momentos en los que se abandona al placer de la imagen porque sí. Y el conjunto lo agradece. Es el caso de la bellísima secuencia del baile, en la que la conjunción de la canción, Lorsqu’il faudra de Jean-Louis Albert, con los sutiles vaivenes de la cámara y la fantástica interpretación gestual de las dos actrices, en especial de una Esther Garrel que brilla con luz propia durante todo el metraje.
Así las cosas, sobre el gesto y la naturalidad de sus tres actores principales (Esther Garrel, Louise Chevillotte y Éric Caravaca) compone Philippe Garrel este estudio sobre las lealtades, las fidelidades y los abrazos rotos y remendados. Un tratado en el que sobresale por encima del resto la Jeanne de Esther Garrel, una actriz que vuela sobre su delicada mímica, que llora como quien lo ha perdido todo e ilumina la pantalla con varias y muy frágiles sonrisas. La beauté du geste. Su exquisita interpretación y la química que establece con cada uno de los componentes del reparto, en especial con Chevillotte, que también brilla desde una posición más ligera y gris, sirve al cineasta francés para recordarnos, a través del guion y la voz de su Jeanne, algo que ya sabemos. Nos reconforta y necesitamos la calidez de los cariños, pero es en la soledad cuando aprendemos a enfrentar el frío.