Siempre que veo a María Teresa Campos tengo sentimientos encontrados.
Por un lado me invade una tremenda ternura, ya que muchos de sus gestos y expresiones traen a mi mente a la persona más importante de mi vida: Mi abuela.
Mi abuela y María Teresa tienen en común haber sido mujeres que ejercían el feminismo real, pioneras en ocupar puestos de dirección, tradicionalmente ostentados por hombres y haberlo hecho con mano de hierro a veces, con persuasión otras, pero siempre con inteligencia. Ese “ordeno y mando” que en ocasiones se confunde con prepotencia o incluso con arrogancia, no es más que una muestra de lo que ha sido su vida: Una larga lucha de superación que ha supuesto abrir las puertas a una igualdad que, afortunadamente, cada vez disfrutan más mujeres, como no puede ser de otro modo.
He coincidido dos o tres veces en mi vida con Teresa y he de decir que siempre ha sido amable y exquisita en el trato. A pesar de ello, cada vez que he podido hablar con ella, he tenido la sensación de que es alguien que se da cuenta de que sus capacidades comienzan a estar mermadas por la edad, y tiene que suplir sus miedos e inseguridades con carácter.
Y una vez más lo percibí el sábado, cuando al entrar en Mediaset, noté que disimuladamente se buscaba entre las fotografías de presentadores que adornan el pasillo de esa cadena, con miedo a no encontrarse.
Me enterneció ver como se emocionaba al hablar de su regreso a la televisión, con la misma impaciencia que lo hace un niño ante su dulce preferido; o como se le saltaban las lágrimas al recordar a su perrita; incluso su pensamiento ante la cercanía del fin, algo que deseo, aún se encuentre muy lejos.
Pero por desgracia, junto con esa ternura, otro sentimiento aflora en mí al ver las últimas apariciones de María Teresa. Siento lástima cuando veo que una persona que lo ha sido todo en los medios de comunicación, que ha gozado del respeto y la admiración de la mayoría de los profesionales de ese mundo, dilapida todo su crédito personal y profesional por un plato de comida. Y lo peor es que no es su comida, sino la comida de su familia.
Unas hijas, que si no llevaran el apellido Campos, tendrían un más que incierto futuro profesional, y que abusan cada vez más, de portar ese insigne galardón. Ellas, junto con una “niña Campos” que debería aprender a comportarse entre seres con algo de civilización, han descubierto que la fórmula mágica para mantener su trasero caliente en un sillón de un plató de televisión, es la polémica. Y como la suya no les basta, animan a su madre a aceptar cualquier invitación a programas y entrevistas aunque estos sean una manzana envenenada servida en bandeja de plata. Porque no olvidemos, que el objetivo de terminar con la reputación de la matriarca del clan, viene tiempo fraguándose, a mi parecer.
Más concretamente desde aquella ocasión en la que María Teresa, en un alarde de gallardía propio de esas mujeres de raza; al ver como se hablaba de ella en la cadena cuyo programa, tanto tiempo había liderado las mañanas, y encontrándose en la cadena rival, cometió la imprudencia de lanzar un órdago a cierto directivo, al que incluso llamó “gilipollas”. Y eso, amigos, en este mundo, no se perdona.
Sus hijas, más preocupadas de prender algún incendio del que alimentarse, bien sea apareciendo en “Viva la vida”; un programa que si contratan a más familiares puede que le den el carnet de familia numerosa; o en la portada de “Lecturas”, asumen aquello de “Dame pan y dime tonto”, en vez de protegerla en sus últimos años.
Y en vez de aconsejar a su madre que se aleje de un mundo que terminará por destrozar su buen nombre profesional, la animan a asistir a entrevistas como la del sábado donde, a mi juicio, se la intentó sacar de sus casillas, recordándole las polémicas entrevistas con Jorge Javier, con Emma García y sobre todo con Isabel Gemio.
Con todo el cariño hacia María Teresa, que no hacia sus hijas, considero que ha llegado ya el momento de la despedida, con apariciones puntuales, pero cuidadas. Y si la cadena realmente quiere salvaguardar a esa profesional que tanta audiencia le ha proporcionado, un homenaje en vida, recordando sus mejores momentos, sería lo más correcto. Que los homenajes póstumos dan mucha grima a quien los ve y ninguna alegría a quien los recibe.
Pero primará la bolsa a la vida (aunque ésta sea la profesional)