“Que vengan, vale, pero que se adapten a nuestras costumbres”. Sin duda, una frase muy utilizada cuando hablamos de inmigrantes. Nuestras costumbres. Pero, ¿qué costumbres?
Si un o una inmigrante llega a Cataluña, sin duda sus “costumbres” diferirán mucho de las de una persona que arriba a Andalucía. Y yo me pregunto: si mañana yo, que soy del norte, me voy a vivir al sur, ¿me exigirán que me adapte a sus costumbres? Seguro que no. Porque a alguien nacido dentro de esta piel de toro putrefacta no se le exige lo mismo que a quien nace fuera. ¿Por qué? Las costumbres son muy distintas según el lugar. Es más, aunque nos parezca increíble e inverosímil, no a todos los españoles y españolas les gustan las mismas ni celebrarlas. ¡Sorpresa!
Otro caso aún mejor: a una persona inglesa, noruega o de cualquier parte de la “Europa avanzada” no se le exige la adaptación si viene a vivir. “Mira qué cerrados son los pobres. Déjalo, no saben disfrutar” es lo máximo que alcanzamos a decir, nosotros, portadores de las mejores costumbres del planeta, por supuesto.
El problema es cuando quien viene a vivir es de otra creencia. ¡Ay, amigo! ¡Ay, amiga! Con la religión hemos topado. ¿Pero no es España un país aconfesional? ¿No debería importarle tres pepinos la religión (o no religión) de sus habitantes? Me estoy perdiendo. Aunque esto no es del todo cierto: si se trata de un empresario de los Emiratos Árabes, nadie cuestiona que no quiera comer cerdo o decida rezar cinco veces al día. Entonces, ¿de qué hablamos? Una vez más, de pobreza. Cuando quien viene es humilde y de pocos recursos (es decir, cuando es igual que tú, españolito o españolita de a pie), ahí sí, que “se adapte”. Pero aún es más grave decir esto cuando quien llega huye de una situación de guerra que nuestro propio país ha ayudado a provocar, una persona que lo que menos deseaba en su vida era abandonar su lugar. Sí, tenemos la desfachatez de continuar diciéndolo.
Pero, ¿qué es adaptarse? En realidad, cuando decimos esto, no buscamos en absoluto que estas personas acudan a nuestras fiestas o coman los mismos platos que nosotros. Qué va. Eso no lo exigimos. En realidad no exigimos que se “adapten” a nuestras costumbres, sino solamente que renuncien a las suyas. ¿Y qué clase de libertad otorga un país que se dice democrático si obliga a las personas a abandonar sus propias costumbres? Es más, ¿quién marca el baremo de a qué costumbres renunciar y a cuáles no? ¿Quién decide que llevar velo perjudica a la libertad del propio país y no lo hace un colgante de crucifijo? Al fin y al cabo, ambos son manifestaciones religiosas y accesorios de moda al mismo tiempo. ¿Quién decide que una religión está encima de la otra? ¿Por qué ninguna religión debe estar encima de nada? ¿Por qué la libertad no es más importante que la religión? ¿Por qué no dejamos que cada persona lleve lo que quiera libremente mientras no haga daño a nadie? Es más, ¿por qué a españoles y españolas que se marchan fuera no sólo no les exigimos que se adapten a los lugares de destino, sino que les instamos a conservar sus raíces?
¿Por qué? Porque somos un país católico, apostólico y romano. Sí, amigos y amigas. Porque la huella del “gran imperio español” y los Reyes Católicos primero y de Franco después todavía está presente en la sociedad. Creemos que tenemos el derecho de aplastar todo lo que venga a alterar nuestra “paz”, que para algo “descubrimos” América. Y lo hacemos como si no tuviéramos suficientes conflictos ya.
Antes de mirar la paja ajena, quizá deberíamos examinar nuestra propia viga. Muchas personas de España no se sienten españolas y, en vez de atacar sin cuestionarnos nada, tal vez deberíamos preguntarnos por qué. ¿Y si esas personas no pueden sentirse españolas de esa “España” que nos pintan? Quizá si nuestro país fuera más tolerante con las ideas y las costumbres ajenas en lugar de exigir que todo el mundo se adapte a ese concepto de España artificial e interesado, muchas personas nacidas aquí se sentirían, en efecto, españolas. Y las que llegan de fuera se sentirían integradas y, sin duda, también harían lo suyo para integrarse, eso sí, sin abandonar sus costumbres. Porque, amigos y amigas, las costumbres no son incompatibles si existe libertad y respeto.