El mundo digital destierra virtudes tan importantes en tiempos pretéritos como la amabilidad, la empatía o la honestidad. Valora más un like que un abrazo, un share que una charla tras una buena comida, un retuit que un mensaje de ánimo. Incluso se atreve a poner en duda algo tan sagrado como la amistad, llamando “amigos” a gente que no se conoce entre sí.
Este sentimiento de frialdad no se ha quedado estático en la red, sino que se ha trasladado a la calle. La otrora cercanía de comerciantes, camareros, peluqueros, dependientes, etc…, brilla por su ausencia. Pongamos un ejemplo. Cierta persona – perdón, usuario – tras apalabrar la compra de un piso, inició la compleja travesía de buscar un préstamo que le permitiese vivir con las menores apreturas posibles. Al tratarse de una ardua misión y, presa del sentido común, optó por la decisión más inteligente: solicitar la hipoteca en su oficina de confianza. Y lo hizo así, a pesar de que otras entidades le ofrecían condiciones más ventajosas.
Era aquella sucursal en la que entraba y llamaba al director y al resto de trabajadores por su nombre. Aquella en la que le tomaban el pelo porque siempre llegaba apurado, pocos minutos antes de la hora de cierre. Aquella en la que le preguntaban por sus vacaciones o se interesaban por la marcha de su empresa. Sí, era un banco, un lugar en el que personas sonrientes ayudaban a sus clientes y, en ocasiones, salían a tomar café con ellos.
[Sumario]
La escena descrita no pertenece a la prehistoria, hablamos del siglo XXI. Por aquel entonces, la entidad financiera en cuestión tenía una máxima muy atractiva: “Queremos ser tu banco”. Este anhelo tan solo se plasmaba en conceder hipotecas por doquier, la exención en comisiones de servicio y tener la tarjeta de débito gratuita. “El banco no me da nada por mis ahorros, pero tampoco he de pagar nada”, pensó nuestro protagonista.
Pasaron los años y todo marchaba según lo previsto. Ahorraba cual hormiguita e iba abonando las cuotas de su préstamo. Sin comisiones. Pero, al mismo tiempo, el euríbor se desplomaba. Tanto, que empezó a moverse en una especie de Invernalia permanente. Bajo cero. La entidad bancaria, preocupada por si algún año no aumentaba sus beneficios respecto al ejercicio anterior, dio un golpe en la mesa y viró su política. Regresaron las temidas comisiones. Ya no “Queremos ser tu banco”. Nunca más. Hasta la próxima burbuja inmobiliaria.
El protagonista de este relato basado en hechos reales decidió luchar por sus derechos. Un trabajador del banco al que no llama por su nombre, y ni siquiera conoce de vista porque solo ha hablado con él por teléfono, le sugirió que, para no abonar gastos, se pasara a la banca electrónica, y que migrara su libreta de toda la vida a una cuenta online. A ello sumó la amenaza de que, si no lo hacía todo por internet, y acudía a la oficina a tramitar alguna gestión, le cobrarían. Así lo hizo el usuario y, actualmente, se pelea con la entidad vía email para que le devuelvan tres euros que le han cargado en concepto de regularización no se sabe de qué.
Esto es tan solo un ejemplo ilustrativo de la sociedad en la que nos hemos convertido. Cautivos de los bancos y de las operadoras de telefonía, prisioneros de los portales de venta online y de las redes sociales. El presente artículo no tiene por objetivo convencer a nadie. Solo se trata de una reflexión hecha por una persona, no por un usuario. Como dice un amigo mío, hay dos tipos de seres humanos: los que tienen alma y los que son contenedores.