En esta mañana, miles de policías reparten 2 de mascarillas a los trabajadores que, paulatinamente, regresan a sus puestos de trabajo. He hojeado las informaciones sobre la entrega gratuita de esta barrera sanitaria en China y no encuentro nada; nada más allá que, desde enero, los habitantes de ese macro país de 1.400 millones de ciudadanos, hacen colas a miles y durante horas, para comprarlas en aquellos establecimiento que anuncian las ponen a la venta; lo mismo que esperan su turno, con cita previa, para recoger las cenizas de sus familiares o del que les den y se conformen, porque en este tsunami de contagios y muertes, es imposible discernir entre los restos de unos y los de otros, máxime cuando las cifras son un baile a conveniencia de un Gobierno, el de China, que represalió hasta la muerte al primer médico oftalmólogo que dio la voz de alarma en las redes sociales, a otros médicos, ante unas neumonías, tan mortales como sospechosas, generadas por un virus similar al SARM. Era diciembre de 2019; ocurrió en Wuhan, capital de Hubei, donde Li Wenliang fue arrestado, amonestado y abochornado ante sus colegas. El 31 de ese mes, los contagios en la zona se multiplicaron por cientos y, rápidamente, por miles, al punto de que obligaron a las autoridades a informar a la Organización Mundial de la Salud (OMS), de una enfermedad grave provocada por un coronavirus. Li Wenliang presentó síntomas hacia el 10 de enero (2020) y se confirmó su positivo en Covid-19, 22 días después: insólito; al poco, murió. El gigante asiático de la hiper producción y exportación mundial carecía de equipos, test, mascarillas, Epis y medios médicos para hacer frente a ese brote, mientras se empeñaban, hasta hoy, en focalizarlo en la ya famosa ciudad de Wuhan. En paralelo, los responsables del asunto prohíben informar, dentro y fuera de las fronteras, de la realidad que asola a su país, y de enviar mensajes de lo que fue una epidemia y se ha convertido en pandemia; pero sí se abrieron paso las declaraciones oficiales de las rigurosas medidas que se han tomado para paliar la propagación y que se resumen en: todos en casa; y ya se sabe las consecuencias que acarrea desobedecer tal orden en esa zona de Asia.
La maquinaria de propaganda no para y conquista a los atolondrados en la OMS, al punto que ponen de ejemplo estas actuaciones (Bruce Aylward), que omiten la falsedad en el número de enfermos y muertos, y la maniobra de organizar la masiva producción de equipos sanitarios, ante una demanda internacional en aumento, desde febrero, sumida en el pánico de tener que adoptar el confinamiento de las poblaciones, como medida de urgencia del plan A; claro, si no sabes cómo parar ‘esto’, encerrarse es una medida efectiva, a no ser que el virus salte de ventana en ventana, a la hora de ventilar. Así es que, 30 días después de mirar a Wuhan, China aceleraba máquinas, que hoy siguen echando humo, para atender cuantos pedidos les llegan, con resultados malos y menos malos: los test no son lo que tienen que ser y las mascarillas, otro tanto. Partir con tiempo antes de soltar la bomba vírica, y disponerlo en planificar y paliar las consecuencias económicas, da en hacer acopio, por ejemplo, de petróleo, materia prima imprescindible para que las fábricas humeen a sus anchas, incluso cuando la Organización de los Exportadores de Petróleo (OPEP) y 10 países más, anuncian un ejemplar recorte en la producción (10 millones de barriles/día) que se suma al ya aplicado hace un año; una medida que implica la subida del precio, para aquellos que estén bajos de reservas, a los que les queda la poca cuerda que da un parón de 30 o 40 días. La vieja maniobra de focalizar un gravísimo problema en un punto del mapa, similar a una cagada de mosca en un país enorme, les ha vuelto a dar resultado; además de Wuhan hay miles de poblaciones afectadas, donde se mueren y los incineran, y como diría mi abuela: “aquí paz y después gloria”; y la boca cerrada, que es más útil para seguir vivo si sobrevives al virus.
Por estos lares, con una pantalla de cifras y datos que pueden tener una cierta cercanía a la verdad, esa que nunca conoceremos por las distintas varas de medir que cada cual aplica; pues por este territorio, el coronavirus no solo se lleva a más de 20 fallecidos, sino que nos ha dado una bofetada social que hace temblar los cimientos levantados sobre falsedades y morales de medio pelo. Muestra la cara la economía B, ese sector informal donde navegan a sus anchas, unos y otros, hasta que una pandemia les devuelve a la casilla de salida, y los que blanquean y pagan en sobres, disfrutan de las gambas de Huelva en el porche de sus chalés, mientras miran a los parias que aceptan ser sus víctimas fáciles, a falta de rigor de la Administración y ausencia de inspecciones. También se ha caído el telón que ha cubierto lo que se oculta entre las paredes de las llamadas residencias de mayores, cuya realidad retrata, Jesús Maraña (infolibre.es), y que se ha mantenido en secreto a voces, con especial relevancia en la Comunidad de Madrid, por ejemplo. Podemos, si queremos, abrir los ojos al drama existencial de miles de mujeres que subsisten con la venta de su cuerpo, y que de esa facturación, que solo evaluó Montono (en el PIB), tienen que liquidar sus deudas a los chulos (otros de B), los caseros y enviar algunos óvolos a quienes dependen de ellas; ¿por qué nadie se atreve a poner cordura en la prostitución? En este ‘rompe y rasga’ viral, sabemos que los autónomos navegan en las mismas aguas procelosas de siempre: los que se ajustan a la Ley y los que se la pasan por el forro, y manipulan contabilidades con risita de superlisto, porque no hay control ninguno. Como diría mi abuela: “este país está manga por hombro”. Y, mientras tanto, los narcos se buscan la vida libre de impuestos, con o sin virus, y llegamos a leer, en nota informativa de Policía Nacional que, en Elche, un sujeto ha sumado 32 propuestas de sanción en 20 días; su acompañante en el coche, solo tiene 18. Añadimos mujeres a la lista de maltratadas, lustro tras lustro, y asistimos atónitas al escaso seguimiento de su situación, cuando no sé quién se niega a anillar y monitorizar, a los condenados, reincidentes, y a los detenidos varias veces bajo la misma acusación y que están a la espera de juicio; pero sí dejamos que ellas y sus hijos mueran de una paliza o inanición. Y, meridiano nos quedan, las miles y miles de estafas que se gestan y ejecutan on line, hora con medicamentos, hora con ventas fantasma, hora con tratamientos falsos… Ahí fuera hay un montón de enfermos psíquicos, que cohabitan con otros más sanos, a los que nadie mira, ni atiende, a no ser que protagonicen una salida salvaje con katanas o se desnuden sobre un coche policial; ahí fuera (y dentro) la economía derivada del 2010, ha transformado a toda una sociedad en bandoleros, con mayor o menor éxito, a base de aguantar palos en la espalda, y ver los robos y mangarrufas de los gestores públicos; los mismos que se niegan a rebajarse un céntimo de las nóminas que les pagamos, con la mierda de sueldos que percibimos, en el mejor de los casos. Tenemos a miles de migrantes deambulando entre la delincuencia y la miseria, sin formación, solución habitacional ni horizonte cierto, y miles de ellos son menores; tenemos un mercado de cuatreros que sube los precios (20% en 1 mes) y lo niega, con la misma sinceridad que pide ayudas para solventar esta crisis llena de palabras y estadísticas, que deja mucha tristeza, incluida la tozudez de no querer aprender nada: la ignorancia es el caladero de los secuaces.
¡Ay país, país! ¿quo vadis?, arrastrando tal carromato de falacias, incapaz de arreglar un solo segmento social, por pequeño que sea, de educar en el respeto a los derechos y deberes, de discriminar entre los que sí lo necesitan y los que nos toman el pelo, de enseñar a razonar y poner en práctica el sentido común, para salir del laberinto de necedades de esos que claman por una sanidad eficiente y útil, cuando fueron quienes la desmontaron hasta los cimientos y sin contemplaciones; para pagar impuestos y exigir conocer su destino, y que no sea ‘el aeropuerto del abuelo’ ni la caja del tesorero; para sentirnos seguros; para saber que cuando se nos manda algo, el prestigio de quien lo manda nos lleva a hacerlo (he dicho ¿prestigio?, bueno, o lo más parecido que quede) y, en último extremo, para ser menos asquerosos y dejar de decirle al sanitario, vecino, que se vaya de su casa, por si tiene el coronavirus del carajo (hay que ser indecente).