Quiero pensar que, este caso, se ha propagado vía teléfono, de un vecino a otro, hasta llegar al lugar donde algunos querían, para que surta el efecto perseguido. Quien generó la mentira maliciosa, sabía dónde depositarla para, aunque confinados, corriera como el fuego sobre el esparto; quienes la divulgaron, han amparado la misma maldad inicial a la vez que subrayan su lastimoso protagonismo de ‘corre ve y dile’, que, parece, les satisface, porque perpetúa su creencia de que soltar por la boca, lo que les da la gana, no tiene más consecuencias que media docena de risotada en el seudo bar, donde se volverán a reunir y volcar las insatisfacciones acumuladas.
Conocemos la generación de bulos y su dispersión por Internet (desde hace una década), a través de redes sociales sin fondo ni medida, que sirven hasta para amenazar de muerte a aquella persona con cuyas opiniones no coincides; sabemos que la falsedad es la moneda de cambio más antigua que la misma sal, y que hay quien tiene una necesidad imperiosa de fabular en contra del prójimo, para mancillar su honor, porque le sale gratis. Lo que pocos saben es que esta práctica dañina ha calado in tempore en pequeñas poblaciones rurales, sobre todo, en las que menos acceso tienen a un exterior culto e inteligente, porque han construido barreras, a menudo, tan infranqueables como ruinosas. Unas murallas que, además, parece, les ponen a salvo de la Ley y les alzan en seres impunes. Inventar que un vecino está en el hospital, porque se ha intoxicado al coger manzanilla contaminada: mentira, pero bueno; asegurar que se presenta a las elecciones municipales; pues eso: metira que dejas pasar; oír, aquí y allá, que tienes una empresa de transportes (por supuesto, ilegal), ya toca un poco más los ojones; pero señalarte, entre los 40 residentes, como infectado por Covid-19, implica muy mala leche y pone sobre la mesa una cuestión: ¿hasta dónde hay que aguantar?
Desbordados por el devenir de los acontecimientos, los legisladores no tratan esta cuestión de bulos y mentiras de manera baladí, y ponen a nuestro alcance una batería de leyes, en defensa del Honor y la Imagen, a las que se suman las generadas por la pandemia. Lo explica muy bien Camilo Álvarez, en su artículo para ideal.es: “Multas y penas de prisión por crear o difundir bulos sobre el coronavirus…”. A ellas tenemos que acudir, por derecho y respeto, en un intento de poner el punto, a aquellos que bailan sobre sus invenciones, igual que levantan la cabeza con un gesto parecido al orgullo, tras echar basura a la puerta de su vecino; con la misma ‘integridad’ que se esconden cuando les piden responsabilidades sobre sus actos. Unas actuaciones que, en este caso, no pertenecen a poblaciones de adolescentes o adultos cansados por el confinamiento; son de viejos jubilados, que gravitan entre el colchón de la pensión y el férreo desprecio a quien no piensa y actúa como ellos; por eso, dan más vergüenza todavía, al estar muy lejos de ser el ejemplo social donde mirarse y que respetar.
Aquella honestidad que antaño se atribuia a los hombre y mujeres del rural, ha quedado muy mermada, en algunos lugares y en algunas personas; harto disculpada, por la tácita comprensión de imaginarles sumidos en peor calidad de vida, por el desconocimiento de estas zonas pequeñas, por la necesidad de justificar y permitir casi todo, por mor de los lazos familiares y la edad que representan. En este abandono, consolidado por las dos partes, subyacen verdades tapiadas, bocas mudas, seres con miedo a reclamar su derecho a la decencia, por las represalias, por las consecuencias que conlleva, por evitar el rechazo, por lo tantas veces dicho: “yo, no quiero líos”. Cuando se destapen las verdades del rural, muchos se van a caer de espalda. Vivir, no es fácil, como dijo Pablo Neruda; menos, si eres una mujer sola; casi imposible, si tienes hijos a tu cargo y ya no te cuento, si no perteneces a los clanes establecidos.