La Corsa Rosa. Un apelativo amable, aterciopelado, casi sedoso. Falso. Nada más lejos de la realidad. El Giro es una batalla continua que no hace prisioneros. A quien le fallan las fuerzas, lo devora. Sin piedad. No es el tío del mazo el que golpea, lo hace un ejército de orcos armados con garrotes. Y entonces llega el momento en que la cabeza dice basta y las piernas se tornan desobedientes. Simon Yates tenía la 101ª edición de la carrera italiana en el bolsillo, hasta que reventó, y ya no recuperó el aliento. Sentenciado.
La comida. La gasolina para el Ferrari, el carbón para la locomotora, el combustible para el ciclista. Mientras Chris Froome, pedaleando en solitario, se daba un pequeño banquete bajando Finestre y durante el tramo llano que conducía a las faldas de Sestriere, el empecinado Tom Dumoulin perdía un tiempo precioso en negociar con sus acompañantes. Sin éxito. Entretanto, el británico nacido en Kenya sellaba su épico triunfo metro a metro, bocado a bocado, trago a trago. Quien no arriesga no gana y, en esta ocasión, al holandés le pudo el exceso de conservadurismo. En Bardonecchia, último puerto de la jornada, ya no hubo remedio.
[Sumario]
Oh, Italia, oh Italia del mio cuore, tu ci vieni a liberar!, proclama el estribillo de una vieja canción. Hablamos de un sentimiento, algo que representa mucho más que una prueba ciclista. Frente al marketing del Tour y la Vuelta, que comparten organizador, el Giro rezuma pasión y romanticismo. Los tiffosi ya no tienen un Coppi, un Bartali o un Binda a los que venerar. Ni siquiera un Pantani, un Bugno o un Saronni. Les da igual. Un mes al año, el país se tiñe de rosa, la gente es feliz y llena las cunetas. Un mes al año, el Giro es Italia. Por eso es la más grande entre las grandes.
Tiene la carrera transalpina algo de cinematográfico e incluso de místico. En ella confluyen el neorrealismo de Roberto Rossellini y Vittorio de Sica, el cine de autor de Federico Fellini, el compromiso de Pier Paolo Pasolini, y la belleza visual de Paolo Sorrentino. Zoncolan, Mortirolo, Marmolada, Stelvio, Gavia, Finestre, Pordoi,…, nombres de puertos míticos que han sido escenario de dramas y tragedias, nunca de comedias.
Y la religiosidad siempre está presente. En la posguerra, era tal la admiración que los gregarios de Fausto Coppi profesaban a su líder, que lo comparaban con Jesucristo. Durante tres semanas, cada día es domingo, cada etapa es una procesión de santos. En las jornadas de montaña, los primeros en cruzar la meta lo hacen con cara de mártires. Los últimos, en palabras del legendario cronista Dino Buzzati, “parecen cristos crucificados”.
Un británico ha conquistado la Corsa Rosa por primera vez. El sospechoso Froome, con su positivo todavía pendiente de resolución, ha logrado el triunfo, pero se lleva algo mucho más importante: la emoción que transmite esta carrera. Porque amar el ciclismo es amar el Giro. Y amar el Giro es amar Italia. Aunque uno nunca haya estado allí.