Dicen que para realmente disfrutar de un lugar tienes que conocer todos sus pequeños detalles, no quedarte solo con lo superficial, con la primera impresión. Dicen que lo mejor es intentar visitar un lugar como si fueras parte de ahí de toda la vida, no como un turista más. Para llegar a empaparte de una cultura y las costumbres de una zona en concreto debes relajarte y perderte por las calles, olvidarte de lo que deberías ver según las guías turísticas y simplemente explorar, seguramente encontrarás tesoros tan increíbles que ni esos libros se atreven a mencionar por miedo a que desaparezcan, o muchas veces por puro desconocimiento. Y como bien dice el refrán “donde fueres, haz lo que vieres”. Este es el mantra que de alguna manera hemos seguido en nuestro viaje en uno de los rincones menos explorados por los turistas nacionales en la costa catalana: los pueblos del Maresme.
Comenzaremos nuestro viaje con una dupla inimitable: Santa Susanna y Malgrat de Mar. Son dos pueblos que están separados legalmente, pero físicamente no sabrás si has pasado de uno a otro a no ser que mires Google Maps.
Es verano y sus calles están ajetreadas, se oye un murmullo incesante, pero es casi imposible entender palabra a no ser que seas políglota, porque no oirás castellano o catalán, sino un batiburrillo de holandés, ruso, francés y quizá algo de inglés y alemán. Esta zona es claramente turística. Es un lugar invadido por el turismo europeo, quizá el turismo español no ha llegado a explorar esta pequeña joya. Se ve más aglomeración de gente unos pasos adelante, y comienzan a oírse algunas palabras en los dos idiomas locales. Es domingo y el mercadillo está instalado en la zona de descampado junto a las
fuentes de chorros en las que se bañan los niños a pesar de tener la playa a unos pocos pasos. Encontramos dos tipos de turistas, los que están hechos a esta situación porque son asiduos a la zona, sí los que van una vez repiten, y los que descubren por primera vez esta tradición tan typical spanish. Los vendedores chapurrean inglés y de alguna forma consiguen hacer una que otra venta. “Estos alucinan con todo”, nos confiesa uno de ellos entre risas. Entre los puestos no solo hay ropa y mercería, sino también productos locales. En las afueras del pueblo, más bien de la zona turística, hay gran cantidad de huertos de los que se surten los restaurantes cercanos, que más tarde visitaremos.
Tras esta visita obligada de domingo, ponemos rumbo al centro turístico: el Passeig Marítim. Tomamos como punto de partida el Hotel Mercury, el primero de Santa Susanna si venimos de Pineda de Mar. Cada dos pasos una tienda de suvenires, cada dos pasos un señor de origen árabe intentado venderte algo con descuento por ser turista local. En la acera de enfrente están las vías del tren, y tras ellas el mar. Finalmente llegamos a un paso subterráneo para cruzar hacia la arena, es una pena que estén tan estropeados, huelan mal y que las voces de los turistas hagan eco, pero las vistas que encuentras al salir merecen la pena, y mucho. Las playas, da igual si estás en Santa Susanna o en Malgrat de Mar, no suelen estar excesivamente concurridas. La mayoría de los turistas prefieren quedarse en las tumbonas del hotel torrándose con el sol, y solo los pocos afortunados que viven en la zona disfrutan de las playas todo el día.
Volvemos de nuevo al Passeig Marítim y comenzamos a ver todos los bares y restaurantes llenos. ¿Qué hora es? Tan solo son las 12, pero aquí todo va con horas de adelanto: desayunos a las 7, comidas desde las 12 y las cenas casi se solapan con la merienda. Es cuestión de adaptarse. Decidimos andar más hasta adentrarnos el Malgrat de Mar, no sin antes mirar los carteles de la animación que tendremos esta noche, pero a eso le prestaremos atención más tarde. ¿Nuestro objetivo? El Restaurante La Maduixa. Un domingo solo tienes dos opciones para poder comer ahí: o vas a primera hora y rezas porque no haya habido una invasión de turistas hambrientos, o reservas. Esta vez hemos tenido suerte y nos han colocado en una mesa en su mágico jardín interior. Aquí dentro no escucharás holandés o ruso, no… Aquí se escuchará catalán. Muchas familias locales se reúnen en este restaurante y celebran comidas familiares cada semana. Una de las mesas contiguas, con banquitos estilo picnic en el campo, parecía estar vacía, pero poco tardó en aparecer gente que entre besos y abrazos acabaron acoplándose en los asientos. Tradición dominical, supongo.
Tras una exquisita comida a buen precio, continuamos andando por el Passeig Marítim. En una de sus calles, a la izquierda podemos ver uno de los símbolos de la zona: el Monumento a la Sardana, situado en una rotonda. No está en la calle principal, por lo que la gente no suele acercarse a penas. Fotografías de rigor y continuamos siguiendo el camino marcado por la calle, que está en obras, por cierto. Tras caminar y caminar llegas a un punto en el que ¡plof!, se acabó la calle. ¿Qué camino debemos tomar? ¿Derecha a la playa, izquierda hacia la carretera o de frente hacia el pueblo? Seguimos todo recto guiados por la sed que nos lleva a un pequeño supermercado. “Hoy vienes tarde a por el pan” le dice la dependienta a una de las que, presupongo, será una de sus clientas habituales. Lo curioso de estas tiendas es que no solo tienen las típicas bebidas españolas, hay refrescos internacionales que en otros lugares costarían más de 3 y 4 euros. Aquí a penas sobrepasan el euro.
Hace calor, pero no un tiempo insoportable, por lo que, aunque son las tres de la tarde y el sol da de lleno en las casi vacías calles del centro de Malgrat de Mar, es posible caminar por ellas. El pueblo, como ocurre de la misma forma en Barcelona capital, te sorprende a cada paso que das. Puede que sea solamente la fachada de un edificio, pero no habíamos visto una parecida por Madrid. Llegamos justo hasta el ascensor inclinat de Malgrat, pero se nos hace muy tarde si queremos volver a tiempo para merendar en el Estella Maris y después cenar en el hotel.
Rumbo de nuevo hacia Santa Susanna, hacemos el mismo recorrido, pero a la inversa. La situación en la calle es la misma que por la mañana, pero con menos sol. Entramos al restaurante de la estrella azul, situado en una esquina. Cuenta con un espacio trasero pequeño y muy acogedor donde disfrutar al aire libre del producto local más preciado: las fresas, o maduixas en catalán.
Momento de regresar al hotel, esta vez estamos en una calle perpendicular al paseo principal y se nota, porque no hay tanto trasiego de gente. Tras un pequeño descanso el buffet abre y los turistas se agolpan a la puerta como si llevaran meses sin comer. “Hay veces que hacen cola una hora antes. Por las mañanas incluso golpean los cristales para que les abramos.”, confiesa una angustiada camarera intentando hacerse entender mediante señas.
Ocho de la noche, sí a estas horas ya hemos cenado y los bufets están a punto de cenar. Es momento de disfrutar de la noche, de ir de concierto, de escuchar buena música… Pero sabéis una cosa… Hay tanto por descubrir, que este tema mejor lo dejaremos para otro día.