Cuando se asiste a un espectáculo como Dunkerque, es tentador dejarse llevar por los adjetivos grandilocuentes. Christopher Nolan, de hecho, ha realizado la película con esa ambición. Quiere apabullarnos, hacer la mejor película bélica jamás rodada, demostrarnos que el ejercicio de estilo, que lo es y de los grandes, no está reñido con el cine espectáculo de estas fechas veraniegas. Dunkerque, la historia de la retirada de las tropas británicas desde la playa de esa localidad francesa en la Segunda Guerra Mundial, no es que se limite a cumplir con tan ambiciosos objetivos, es que deja una huella tan profunda que se convierte en una auténtica experiencia que hace comprender porque el director es un defensor tan fervientes del cine en la sala, que es donde esto puede vivirse en las mejores condiciones.
Nolan ha planteado así la película, como experiencia. Quiere mostrarnos este acontecimiento histórico desde tres puntos de vista generales, tierra, mar y aire. Los une de una manera poco convencional, alterando el tiempo a su manera y con brillantez, buscando uniones temáticas, instantes que comparten esos tres escenarios del mismo evento aunque no sucedan al mismo tiempo, y sobre todo con un soberbio uso de la imagen, más tradicional que nunca en su cine, rehuyendo el efecto digital y demostrando que el cine actual puede ser innovador a la vez que clásico, y del sonido. El sonido, sí, eso es lo que consigue una inmersión absoluta en la guerra que nos muestra, y lo hace en lo técnico, con el sonido de las balas volando e impactando, con los aviones haciéndonos girar la mirada como los mismos soldados que los buscan, pero también lo artístico con la inolvidable partitura de Hans Zimmer, otra más.
El artificio técnico que tan bien domina Nolan para hacer que cada plano de la película cuente con una belleza intensa no merma en absoluto el corazón que tiene la cinta. Dunkerque no es solo fuegos artificiales. Es épica en estado puro. Y eso se satisface con enormes planos aéreos, con un reclutamiento de extras que hace tiempo que no se ve en el cine sin nacer de una pantalla de ordenador, pero también con el componente más humano. Dunkerque es la guerra en estado puro, una sensación que desde otra forma de hacer cine igual de brillante ya nos mostró Steven Spielberg en Salvar al soldado Ryan y que ahora, dos décadas después, recuperamos ampliada a los escasos 106 minutos con los que Nolan cierra, sin necesidad de más, una película antológica.
Y es que Dunkerque es, en sí mismo, un compendio de cine como pocos realizadores actuales sabrían rodar. Nolan sabe filmar una base que bien podría haber sido muda, que es donde de hecho arrancan sus referentes cinematográficos, y añade todo el poder de los avances tecnológicos de lo audiovisual. Por si falta algo, añade además un reparto sensacional, mezcla de jóvenes y veteranos que está encabezado por el joven Fionn Whitehead dando vida a un joven que solo quiere huir del infierno que le ha tocado vivir, y marcado por personajes tan brillantes como el oficial al que interpreta Kenneth Branagh, el marinero civil el espléndido Mark Rylance, el desquiciado soldado de Cillian Murphy o un Tom Hardy que solo con la voz y la mirada, con apenas dos planos en los que se le ve el rostro limpio, hace auténticas virguerías para componer al héroe más claro de este relato, un as de la aviación con el que nos movemos en la butaca gracias al incomparable ritmo de rodaje y de montaje que imprime Nolan.
Habrá quien entienda como una concesión el mensaje final de la película, que en realidad no deja de ser reflejo de la historia tal como aconteció. Pero incluso así estamos hablando de un espectáculo épico como hace mucho tiempo que Hollywood no nos ofrecía. Cine puro, excelencia audiovisual firmada por un genio que todavía tiene mucho que ofrecer, una película llamada a marcar una época y a permanecer como una de las grandes cintas bélicas de la historia.