Pocos directores generan más controversia en la eterna batalla entre crítica y público que Michael Bay. Todo lo que dirige suele contar con el respaldo inequívoco del aficionado que paga las entradas, y casi todo suele concentrar muchas más valoraciones negativas que positivas entre los profesionales de la comunicación cinematográfica. Transformers. El último caballero no solo no va a ser una excepción, sino el culmen de esa complicada relación. La quinta entrega que dirige Bay sobre los robots transformables de Hasbro es, con diferencia, la peor de todas, un despropósito total que reúne todos los defectos que puedan juntarse en un blockbuster hollywoodiense. Está mal escrita, tremendamente mal montada, realizada sin pensar en que hay que desarrollar personajes o una historia y simplemente acumulando personajes, frases absurdas y situaciones bien rocambolescas o bien que puedan resolverse con una sucesión de explosiones.
Hablamos, otra vez, de una película que llega a las dos horas y media sin que realmente sepamos cuál es la necesidad de sumar tanto tiempo de metraje. Llegamos casi a la primera hora asumiendo que estamos todavía viendo la introducción, y avanzamos hasta el final sin que nada de lo que se nos ha introducido tenga al final importancia alguna. El guion, se puede decir con claridad, es una ruina, una mezcla absurda de temas tan dispares como las leyendas artúricas del prólogo, que ya se inicia con explosiones desde el mismo logo de Paramount con el que arrancamos el filme, el régimen nazi, que forma parte de un flashback que no se sabe muy bien qué pinta en la historia, o incluso de una historia de dilemas histórico-culturales que casi parece una versión absurda de las novelas de Dan Brown. A Bay ya le da igual todo, se siente por encima del bien y del mal, y por absurda que sea una idea él la acaba metiendo en una película de robots.
Nada de todo esto sorprenderá a quienes hayan disfrutado de Transformers, La venganza de los caídos, El lado oscuro de la Luna o La era de la extinción, pero desde luego dará más y cada vez más contundentes razones para quienes no puedan creer el respaldo millonario de la crítica ante cada película de Bay. El director incluso parece tomarse sus películas ya como burlas a quienes no respaldan su trabajo, y colecciona frases en boca de sus personajes que parecen sacadas de las críticas más negativas que se hayan podido publicar de sus filmes. Ese es el nivel de autoparodia que alcanza Bay, y la deriva en la que ha caído Transformers, una franquicia que el director nunca ha entendido, en la que simplemente se dedica a acumular nombres licenciados y muchos muñequitos que poder vender en las jugueterías, hasta unos mini Dinobots en este caso.
Tan poco le preocupan estos personajes que desaparecen de la pantalla durante larguísimos minutos porque, en realidad, no los necesita. Optimus Prime, fuera durante tres cuartas partes del metraje y parte más o menos esencial del final, tiene más suerte que Megatron, cuyo papel es marginal y estúpido. Bay se permite incluso el lujo de mostrarnos un enfrentamiento entre robots amigos que consigue empeorar la ya bastante inverosímil excusa que en Batman v Superman reconcilió al Caballero Oscuro y al Hombre de Acero. ¿El reparto humano? Mark Wahlberg cumpliendo el expediente, Anthony Hopkins arrastrando su leyenda, Josh Duhamel haciendo de héroe militar impertérrito y Laura Haddock heredando el papel de mujer-objeto que inició en esta serie Megan Fox, disfrazado, no se sabe muy bien para qué porque no engaña a nadie, de profesora de Oxford.
Transformers. El último caballero, una película que llega a aburrir en muchos momentos, por mucho que nos lleve por tierra, mar, aire y espacio, por mucho que tenga una villana anodina que se nos presenta sin explicación alguna, no hay por dónde cogerla y confirma el progresivo declive cinematográfica de una franquicia que, por mucha taquillas que rompa, nunca ha sido nada delo otro mundo. Ojalá sea de verdad la última presencia de Bay en la serie y podamos ver qué son capaces de hacer otros directores. Lo tienen difícil para dignificar lo que, para bien y en realidad sobre todo para mal, ya está plenamente asociado al director y a su forma de entender el cine.