Apenas un puñado de películas a sus espaldas han dado a Edward Wright un aura de cineasta atrevido y singular que muy pocos autores actuales tienen. Su finalmente abortada aportación al universo Marvel, el Ant-Man que finalmente dirigió Peyton Reed, le dio incluso más prestigio. Y eso es lo que le ha permitido llevar a la gran pantalla Baby Driver, un proyecto que viene acariciando nada menos que desde 1994, cuando estaba dando sus primeros pasos en el mundo de la dirección. Y viendo la filmografía de Wright, su propia carrera en realidad, el resultado es tan irregular como cabía esperar.
Por un lado, Baby Driver es una auténtica gozada, un ejercicio de estilo audiovisual que alcanza cotas brillantes por la manera en la que utiliza la música para que acompaña de una manera asombrosa a la acción automovilística que plantea. Ese acierto nos acompaña durante la primera hora, cuando seguimos los pasos de Baby (Ansel Elgort), un joven conductor ligado muy a su pesar a un mafioso que le asigna trabajos para pagar una vieja deuda. Sus peculiaridades auditivas aportan a la historia una notable explicación al uso de la música y a Wright el juguete con el que volverse loco durante la primera hora de la película, que en la media hora inicial de hecho alcanza niveles casi perfectos.
Pero por otro lado, la película se desploma. Wright sabe que lo que tiene entre manos es un videoclip. Funciona de esa manera. El primer golpe, soberbio, cómico, divertido y cargado de adrenalina. Con el segundo, Wright logra cambiar las emociones, se sufre con el protagonista, se entiende el drama que hay en la historia. Pero desde ahí la historia se va desmontando poco a poco hasta llegar al caos, y hasta el mismo reparto es consciente de que la única posibilidad de sobrevivir es entregarse a una locura histriónica. Le sucede a Kevin Spacey, impasiblemente aterrador al comienzo, a Jaime Foxx, que exagera la atractiva psicopatía con la que se introduce en el filme, o a Jon Hamm, que directamente pierde el control de un personaje que parecía muy bien construido.
Es evidente que los 113 minutos que dura el filme se le hacen larguísimos a Wright. Es igualmente palpable que no sabe muy bien qué hacer con sus personajes, y por eso abraza la locura más excesiva. Y es una pena, porque el arranque es brutal. Escenas de acción planificadas con una exquisitez milimétrica y con una imaginación descomunal, artificios muy originales para que la música sea imprescindible para entender esta experiencia audiovisual e incluso para demostrar que Elgort es un actor con mucho más que ofrecer que lo que le hemos visto hasta ahora en la aburrida serie Divergente o en otros filmes de corte juvenil. Pero el conjunto se cae poco a poco. No como para borrar los enormes aciertos que hay en la película, pero sí como para alejar a Baby Driver de las altas expectativas que crea en su arranque.