El Papamoscas de la Catedral de Burgos y su romántica leyenda

Es una de las atracciones más conocidas de la magnífica catedral de Burgos pero pocos conocen la leyenda de amor que esconde su historia.
Jorge De Arlanza
España
28.05.2017
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La fantástica Catedral de Burgos es, por sí sola, una de las maravillas de esta tierra milenaria que es Castilla, pero dentro de ella se esconden rincones e historias ocultas que muy poca gente conoce y que bien merecen la pena descubrir. Una de ellas es la del popular “Papamoscas“, esa entrañable figura que abre y cierra la boca cuando el reloj de la Catedral da las horas. Este feúcho símbolo de la ciudad y que destaca por ser un contrapunto a la hermosura de la seo, alberga una romántica leyenda.

El Rey Enrique III el Doliente acudía a la catedral a rezar de incógnito, prácticamente todos los días, ya que su devoción cristiana y su fidelidad a la seo formaban parte de su vocación como monarca. Un día que se encontraba en su habitual rezo descubrió el bello rostro de una dama que estaba arrodillada en oración frente a la famosa tumba de Fernán González. El rey, subyugado por la belleza de la dama con la que intercambió furtivas miradas, decidió seguirla, manteniéndose en el anonimato para descubrir quién era y donde vivía.

El rey, beato y profundamente tímido, era incapaz de dirigirse directamente a ella, por lo que el ritual de encuentro y seguimiento se realizaba todos los días hasta que, finalmente, llamó la atención de la dama de la que se había enamorado ya perdidamente. Así, ella quiso dar el primer paso de forma disimulada, ya que en aquella época que las mujeres se dedicaran a hablar con los hombres no estaba demasiado bien visto y, al cruzarse con el joven rey, dejó caer su pañuelo. El monarca acudió presto a recogerlo, pero se lo guardó en el pecho y le entregó uno suyo, sin dirigirle en ningún momento la palabra a la bella mujer que, sorprendida por la actitud del joven y confundiendo vergüenza con desprecio, se dio la vuelta compungida y se dirigió hacia la puerta de salida donde, presa de un corazón roto, lanzó un profundo lamento.

El tímido y avergonzado rey se dirigió de nuevo, al día siguiente, a la catedral a seguir con su rezo y su ritual encontradizo, pero ese día no había nadie en la tumba de Fernán González. Preso del pánico, Enrique III la buscó por toda la catedral mientras, en su corazón, resonaba el desgarrador lamento de la joven. Salió a buscarla y se dirigió a la casa a donde la seguía cada día. Allí descubrió que la que antes era una casa normal, con signos de vida y de la rutina diaria, se encontraba ahora en un miserable estado de ruina y abandono. Ventanas rotas, puertas desencajadas de los goznes, como si hubiera pasado mucho tiempo desde que alguien vivió allí por última vez. El rey, motivado por el amor y el corazón roto, entró en la casa y la encontró vacía y destrozada. Al salir, un vecino le confirmó lo que ya se temía: hacía varias décadas que nadie vivía allí desde que sus últimos habitantes murieron por culpa de la peste.

La tristeza y el pesar hicieron presa en el rey, que se recluyó en su palacio durante semanas, recordando a la muchacha con la que compartía rezos y recordando el lamento que le helaba el alma y que iba, poco a poco, acabando con su salud física y mental. Los médicos obligaron al monarca a salir de palacio y a pasear por la ciudad y sus alrededores para que recobrara la salud y el se quitara, así, a la muchacha de su mente. Pero el rostro de la mujer no se iba de su cabeza y, una tarde, mientras permanecía absorto en el recuerdo, el rey se perdió y no pudo encontrar el camino de vuelta. La noche le sorprendió dejándolo solo y aturdido.

Unos extraños ruídos que atemorizaron al joven monarca empezaron a oírse. Seis enormes lobos salieron de detrás de unos arbustos, amenazadores y con hambre de carne humana se dispusieron a atacar al rey que, a duras penas, consiguió defenderse de las bestias haciendo uso de su espada. Pero el cansancio empezó a hacer mella en él y los lobos iban poco a poco comiéndole terreno. Tan sólo era cuestión de tiempo que los animales devorasen a un agotado monarca sin fuerzas para defenderse. De pronto, un lamento desgarrador rompió el silencio de la noche y el clamor de la batalla entre el rey y los lobos. Era el mismo lamento que escuchó en la Catedral de Burgos y que puso en fuga a las bestias que huyeron aterradas. Ahí, frente a él, estaba otra vez la joven, la bella joven con la que rezaba en la seo burgalesa. Pero el rostro de la mujer era blanquecino y cadavérico, con unos ojos hundidos y la boca inexpresiva que apenas se abría para seguir emitiendo sus lamentos. El rey, armado de valor se dirigió hacia ella con la intención de protegerla y besarla pero esta le apartó y le dijo: «Te amo porque eres noble y generoso; en ti amé el recuerdo gallardo y heroico de Fernán González y el Cid. Pero no puedo ofrecerte ya mi amor. Sacrifícate como yo lo hago…»

Tras pronunciar estas palabras la dama cayó al suelo, apretando con su mano el pañuelo que le dio el rey. Éste pasó la noche haciéndola compañía hasta que, al salir el sol, volvió a la ciudad. Allí mandó a un artesano, de origen morisco, la construcción de una figura que recordara la belleza de la joven y el amor que sentía por ella para poder recordarla cada vez que fuera a la Catedral. Dispuso que la figura se colocaraa encima del reloj veneciano que se encontraba en el lateral del Portal de Santa María y que hiciera que, cada vez que sonaran las horas, la figura emitiera un lamento como el de la dama.

Pero la inhabilidad del artesano, los hados o el propio fenómeno paranormal, hizo que la figura realizada fuera un ser grotesco, medio hombre, con barba y bigote y que al toque de las horas lanzara, en vez de un lamento, una especie de graznido que se convirtió en el hazmerreír de todos. Por mucho que el artesano lo intentara y el rey se enfadara, no había manera de que se reprodujera el bello rostro de su amada. Así que, finalmente, el rey decidió guardar en su memoria el recuerdo de la faz de la que fue su amor fantasmal y en la Catedral permaneció la figura que le recordaba su amor roto. Eso sí, al final el graznido fue eliminado por el terror que causaba en los niños y las risas en los mayores y, cada vez que el reloj marcaba las horas, la figura abría y cerraba la boca como un bobo, por lo que acabó siendo conocida como el Papamoscas.

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