En el siglo XVII, la Inquisición española ya había pasado sus "años del plomo" particulares, pero el Santo Oficio seguía persiguiendo con dureza cualquier atisbo de herejía que podía corromper un sistema donde la religión católica era una pieza fundamental.
Este siglo no es más tranquilo si se compara con los años de Torquemada o las habituales denuncias que había durante la etapa del inquisidor general Alonso Manrique. Sin embargo, los clérigos seguían anunciando la delación a bombo y platillo como una parte integrante dentro del procedimiento judicial de la Inquisición. El estamento eclesiástico inculcó a los creyentes que denunciar herejías era una obra pía a la altura de todo aquel que quisiera entrar en los cielos.
El Santo Oficio guardaba en secreto el nombre de los soplones, a los que recompesaba con todo lo confiscado a los supuestos herejes. Por tanto, cualquier rencilla familiar o envidia podría ser motivo de denuncia y de que cualquiera acabase en las cárceles secretas de la Inquisición. Y esto tuvo que ser lo que sucedió en 1635 a un tal Alonso, un joven natural de la ciudad de Jaén.
Este caso aparece recogido en el ensayo Historia de la Inquisición de Iósif Grigulévich. Este cuenta que un tal Alonso, del cual no se dan más datos, fue detenido por la Inquisición tras haber sido denunciado, dice literalmente, "por haber meado sobre la pared de una iglesia".
El hecho de haber orinado en un muro de un recinto considerado como sagrado fue el pretexto perfecto para que alguien denunciara al joven jienense, que no tuvo más remedio que rendir cuentas con el Tribunal eclesial.
No se sabe el desenlace del caso de Alonso, ya que Grigulévich no da más datos. Incluso es posible que los documentos referentes a este proceso hayan desaparecido, pero es un buen ejemplo para ver hasta qué punto una persona podía ser delatada por supuesta herejía.