Carta al pequeño Ramiro

A propósito de crecer...
Sebastián Cuba Saldarriaga
España
31.08.2018
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Hay muchas cosas que aún me cuestan comprender, pequeño Ramiro, y que si te las contara—o por lo menos pudieras entenderme algo de lo que trato de decirte—, no querrías salir de tu muro de legos. Me impedirías el paso con tus carritos y muñecos decapitados para que no te contagie la inevitable enfermedad del crecer.

Esta mañana, por ejemplo, llegué al trabajo con un algodón en los labios, ya que mi poca experiencia deshaciéndome de los pocos pelos que me crecen del bigote, me produjo un pequeño corte con la maquina de afeitar. Sí, pequeño, igualito a la yaya que te hiciste al correr con el papel celofán. ¿Ves que nos vamos entendiendo? Pues eso. Uno de mis compañeros me dijo en oficina: ¿Con qué te cortas? ¿con el cuchillo de cocina? Y se fue riendo por el pasillo del office. Logró que todos los del office voltearan a verme la herida, con la misma curiosidad de los niños de la guardería cuando un despistado le dice mamá a la profesora. Aún no entras a inicial; a penas puedes repetir una palabra que papá y mamá te imploran que digas durante semanas. Pero cuando llegas a pronunciarlo, das un paso más, indicio de que comprendes que hablar te abre posibilidades, como también laberintos.

 ¿Te imaginas que ese compañero nunca haya aprendido a hablar, y se le hubiera atorado la lengua antes de que se burlara de mi herida? A parte de gracioso, hubiera sido una linda metáfora. Le hubiera intentado comprender con señas. Esas mismas señas que tú haces cuando algo te molesta o agrada. Hubiera echo los mismos ruidos que haces para imitar al dinosaurio, para pedirle que se marchase. Qué sencilla e inocentes serían las cosas, ¿verdad?

Alguna vez todos nosotros tuvimos tres años. No lo sabemos en realidad: nos lo contaron. Y así como nos van contando cosas que apenas podemos recordar ahora, vamos creciendo. Después se te hará más fácil asimilar las imágenes, procesarlas en tu mente, hasta que puedas tener la facultad de olvidar algún episodio que no te haya gustado. Exacto, pequeño, tan sencillo como separar las pasas del panetón de Navidad.

Como te decía al comienzo, pequeño Ramirito, hay cosas que me cuestan comprender y que además me cuestan olvidar. Después de la anécdota del office, me senté frente al ordenador y empecé a llamar a posibles clientes. En una de esas llamadas me respondió un pequeño niño, quizás unos cinco años mayor que tú. Me dijo que su padre no se encontraba en casa, pero que podía hablar con él “de cualquier cosa”. Solté unas risas y le pregunté cómo se llamaba y cómo estaba pasando los últimos días de vacaciones. Me dijo que iba siempre a la piscina, cuando me preguntó: ¿Y tú qué? ¿También has ido a la piscina? Le respondí que no, que estaba siempre ahí, al otro lado de la línea, trabajando. Y me respondió, con mucha inocencia: ¿Cómo? ¿Pero los niños también trabajan?  

La llamada se cortó, no sé por qué razón. Pero me quedé con esa pregunta, como si fuera un eco en mi cabeza. Me puse a pensar en la última vez que me sentí niño, y no pude. Sólo pude acordarme de ti, Ramiro. En aquella tarde en la que te vi jugando con tus legos y carritos en el suelo, sin saber cómo decirte que no iba a poder abrazarte en mucho tiempo. Sin saber cómo pedirte que te quedaras siempre niño hasta que volviera.

Eso del crecer nunca se llega a comprender del todo; de pronto empiezas a olvidar tu infancia pasada. De pronto estas sentado a diez mil kilómetros de casa, llamando a gente desconocida, que también creció sin darse cuenta y que se debate las horas que le restan del día respondiendo el teléfono.

Hasta que un día inesperado, la niñez vuelve a tocar tu puerta: una sonrisa sin dientes te recibe cuando vuelves cansado a casa, un llanto irrefrenable te sensibiliza los sentidos, y uno que otro abrazo te vuelve a plantar en la tierra, para hacerte entender que las pequeñas cosas—esas que construyen, pieza por pieza, el rompecabezas del tiempo—, son las únicas que valen la pena recordar.

Yo sí recordaré tus tres años, pequeño Ramiro. Y seré yo el que tenga que contarte que algún día los tuviste.

¡Feliz cumpleaños, pechochín!

Créditos de la imagen: Afremov

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