En el barrio madrileño de Embajadores, concretamente en la Ronda de Toledo, una pequeña plaza llama la atención a los viandantes por lo curioso de su nombre: la plaza del Campillo del Mundo Nuevo.
Hoy, esta plaza madrileña es un lugar familiar, donde los más mayores juegan a las cartas, mientras que los más jóvenes intercambian cromos. Sin embargo, no hace tanto tiempo fue un lugar cargado de leyenda y de misterio, pues en él se daría un prodigio que aún queda recogido en las viejas crónicas de la Villa.
Cuenta la leyenda que en el siglo XV esta plazuela estaba coronada por un enorme peñón donde solían jugar los niños. Un día, en el momento que los zagales jugaban entre la gran mole de piedra, esta cedió y dejó un gran agujero en el subsuelo.
Como la curiosidad del niño es insaciable, decidieron penetrar en el boquete que se había formado. Comenzaron a gatear por él hacia una luz que se divisaba al final, que debía ser una salida natural. Cuando llegaron a ella, no podían creerse lo que veían sus ojos.
Aquel paisaje no era propio de Madrid. Había árboles que nunca antes habían visto, con cáscadas y ríos que superaban al Manzanares y con unos animales que jamás había visto ningún europeo. Habían descubierto un lugar exótico y nuevo. Cuando regresaron por donde habían entrado, nadie les creyó.
Sin embargo, años después, cuando Cristóbal Colón descubrió América y se había explorado el continente, aquellos niños que ya eran hombres dijeron que las descripciones que daban los navegantes eran lo mismo que ellos habían visto. Su historia, para no quedar en el olvido, bautizaron al sitio donde jugaban los más pequeños como el Campillo del Mundo Nuevo, donde hoy hay una plaza, sí, pero con la misma misión que hace siglos.