El altruismo va por colores

El racismo, una epidemia que, por desgracia, cada día está más presente en España.
Intraverno
España
14.12.2017
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Viernes 8 de noviembre de 2017. Once de la mañana. Línea 6 de Metro de Madrid, estación de Carpetana. Es fiesta, pero comer, se come todos los días. Así que, como cada mañana, él está ahí, pidiendo algo de ayuda. No solo pide dinero, le vale con comida o ropa. Mal olor, zapatillas rotas y siempre el mismo polo azul. Camina de vagón en vagón. No pronuncia muy bien el español, se nota que no es de aquí. Cuando le veo, una o dos veces a la semana por mi horario, le doy algo de suelto si llevo. No es mucho, unos 50-60 céntimos. Mejor dicho, no es mucho para mí, a él le parecerá un lujo, por desgracia. En su rostro negro y bello siempre una sonrisa, a pesar de todo. Sí, es negro. Negrísimo. Quizás por eso casi nadie le da nada, todos siguen mirando sus dispositivos móviles ajenos a la realidad social que tienen delante de sus narices. “La indiferencia es una forma sutil de racismo, no agresiva, pero sí de vergonzosa aceptación”, escribía Elvira Lindo hace un tiempo con toda la razón.

Llega al segundo vagón. Ahí estoy yo, sentado justo enfrente de una mujer de, presumiblemente, más de 40 años de edad. La miro, tiene el último iPhone en sus manos y ni se inmuta cuando el hombre que pide pasa por delante de ella pidiéndole algo, aunque tan solo sea un gesto anímico, una cara triste, algo. El desprecio es total. La mujer se ríe a carcajada limpia justo cuando el hombre pasa a su lado. Algún chiste del Whatsapp, supongo. Acto seguido, él se da la vuelta y me mira sonriente. Le devuelvo la mirada, y también la sonrisa de complicidad. Por desgracia, no puedo darle nada, no llevo dinero. Señalo esto último de forma gestual con mis manos. Él sigue adelante hasta llegar al primer vagón. Llegamos a la estación de Laguna y se baja del tren. Justo en ese momento, la mujer que se reía de forma desmedida dice lo siguiente en un susurro, en mi opinión intencionado, que escucha la mitad del vagón: “Que pesaos, que busquen trabajo en vez de pedir, coño”. Por suerte, el tiempo me enseñó a no saltar y decir lo primero que pienso cada vez que escucho barbaridades, a cada cual más estúpida. En otro momento de mi vida, quizás le hubiera dicho cuatro cosas a la señora, pero oigan, yo no estoy para dar lecciones de moralidad a nadie. Allá cada uno y su conciencia, aunque a veces yo me pregunte cómo hay gente que es capaz de dormir por las noches diciendo lo que dice, y haciendo lo que hace.

Mi mirada de desprecio hacia la mujer era bastante clara y elocuente. Ella me miró, estoy seguro de ello. Sobraron las palabras. Su posición social seguramente era muy buena, se notaba con tan solo verla, pero eso no le da ningún derecho a insultar o despreciar al que pasa a su lado con menores recursos. No todos somos ricos, pero sí hay muchos pobres, 13 millones en España para ser exactos. La sociedad capitalista está, desgraciadamente, marcada por clases sociales. El metro une las realidades sociales de una ciudad. Es ahí donde se aprecian, verdaderamente, las consecuencias de las políticas del Partido Popular. Ricos cada vez más ricos a costa de pobres, cada vez más pobres. Pero la historia no termina ahí. Pónganse el cinturón, lo que viene no tiene desperdicio.

[Sumario]

Tres paradas más adelante, en Puerta del Ángel, sube otro hombre a pedir. Esta vez entra por el primer vagón. Esta es la triste realidad de este país por mucho que digan que en términos económicos salimos de la crisis. Precisamente, lo dicen los que nunca han pisado el metro de Madrid, los que tienen coches oficiales con chófer en la puerta de su casa. Volvamos a la escena. El hombre sube en el primer vagón y consigue algunas monedillas. Sus palabras se pueden oír desde el segundo vagón: “Me he quedado en paro y tengo dos hijas, ayuda por favor”. Con ese mismo mensaje llega al vagón en el que me encuentro sentado. Enfrente mía, aún se halla la señora que dijo tal barbaridad al chico negro que pedía. El hombre pasa a mi lado, me mira, y como en la anterior ocasión, le señalo con un gesto que no tengo nada. Se da la vuelta y mira a la señora que está delante de mí. Para mi sorpresa, la mujer saca un euro de su monedero y lo mete en el vaso que porta en las manos el señor. Este último le da las gracias. Sería un gran detalle por parte de la señora si no fuera por su acto anterior. Justo tres paradas antes. Les recuerdo lo que pronunció: “Que pesaos, que busquen trabajo en vez de pedir, coño”. Y así lo dijo, ni corta ni perezosa. Esto, que quieren que les diga, me toca mucho la moral.

Lo que antes era un “dejad de pedir e id a buscar trabajo”, se ha convertido en un “toma un euro hombre a ver si sales adelante”. Y entonces, uno piensa a qué se debe el cambio en las formas, pues en tres paradas resulta complicado creer que una persona haya podido modificar tanto su filosofía. Y a lo mejor, el problema no era que el hombre negro pidiera ayuda exactamente igual que el español de tres paradas más adelante. Lo mismo resulta que la cuestión determinante era el color de piel. La fobia al negro y el amor al blanco. Y uno se pregunta cómo se puede ser tan imbécil y tan racista al mismo tiempo, porque si hay algo que me indigna, por encima de todo, es esa distinción que algunos realizan entre los seres humanos por diversos motivos, injustificables todos ellos. Somos un país racista, y como esa señora, hay muchas y muchos. Por suerte, no todos. Algunos, como el anciano que le prestó una mandarina al chico negro y un euro al señor de después, son la gente decente de este país. La gente que merece la pena. Personas que hacen que este mundo, por momentos, sea un poquito más digno. Mujeres y hombres que, con su honestidad y su honradez, hacen que yo no me caiga muerto aquí mismo entre tanto hijo de puta. Un ápice de esperanza en un planeta con mucho racista por metro cuadrado.

@Intraverno

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