Recuerdo esa semana de marzo de 2020 cuando la Organización Mundial de la Salud anunció la situación de pandemia internacional… A partir de ese instante el tiempo dejó de tener horas.
Hace un año que nuestra visión de la realidad empezó a tambalearse. Un año que jamás hubiésemos imaginado, incluso, en la más real de las pesadillas. Un año en que nos faltó oxígeno. Que empezamos a mirarnos de reojo por miedo a un virus que no sabíamos exactamente qué iba a suponer en nuestras vidas en la que nos creíamos invulnerables. En la que la tecnología, los avances científicos y la manera absurda de mirar el presente nos protegía de un futuro desconocido; hasta ese mes de marzo que cambió la forma de concebir el pasado.
Los segundos se detuvieron en un reloj sin manecillas. Cada día el mismo ritual. Aplaudir era lo que imaginariamente nos unía en lo vacuo de rutinas marcadas para no agonizar, mientras muchos morían. Mientras los sanitarios se dejaban la piel, el alma y algunos su vida.
Pasamos de la imbecilidad de creernos superiores a cualquier otro ser vivo a una amalgama de emociones cuando vimos cercenada la libertad. El mundo exterior se prohibió en aras de la salud. Ciudades abandonadas en sus calles y pueblos callados, mientras en sus gentes se instalaba un desgarrador vacío.
Nos asomábamos a la incertidumbre del amanecer en el mismo lugar. Encerrados en un caos tras unos cristales que reflejaba desolación. En medio de paisajes desiertos que se clavaban como astillas en la retina.
Nuestros mayores se consumían en soledad pensando que les habíamos abandonado, ¿cómo encajar esas ausencias frustradas? La huella psicológica que sufrimos nos ha causado heridas indelebles. Miedos desconocidos que sentíamos como una daga que horadaba lo profundo de la humanidad.
“Esta es una crisis relacionada con los seres humanos. Buena parte de las comunicaciones oficiales sobre la covid-19 hablan de aplanar la curva, y apenas de seres humanos. (PB)
Nos envolvió una vorágine de emociones difíciles de gestionar en esas primeras semanas de desconcierto. Asistíamos atónitos a la pérdida de personas queridas que se nos iban sin haber podido tomar su mano, calmar su miedo. Fue el año de las despedidas más hondamente perdidas.
¡Cuántas veces en ese 2020 me pregunté si vivíamos en una distopia! Cuántas en esos meses de aislamiento pensé que jamás volvería a quejarme por “no tener tiempo; En esos días, este, me sobraba; pero no lo quería…, entendí que todo lo que sea una imposición, aun siendo beneficioso, nunca podría ser el maná caído del cielo.
Percibimos cuán frágiles y vulnerables éramos. Un maldito virus nos arrancó de golpe las alas. Y nunca como hasta entonces advertimos que nos robaba la libertad de ser libre. Lo lamentable del ser humano es que según vas aprendiendo las lecciones de la vida más se va acercando a las páginas finales del libro.
“Mientras la historia se escribía…Un lamento anegaba el alma que, enjaulada entre lágrimas, enjugaba los porqués”. (AL)
Por tanto, deseo que hayamos entendido que el proyecto más bello, apasionante y espectacular no es ser más que nadie, mejor que nadie, tener más éxito que nadie… Es, sencillamente, vivir; que no tengamos que ceder ni la libertad ni nuestro tiempo.