Se liaron a golpes de pecho, bajo acusaciones de prácticas de comercio desleal; Donald Trump quería más dólares, para dejar pasar productos chinos; los de la República Popular, se mosquearon y contraatacaron con la misma moneda a los envíos americanos; el cabreo subió de tono y el estadounidense ordenó a Google que cortara el grifo a los asiáticos y, claro, los de esa parte del globo, le dieron un corte de mangas con su Huawei; al poco, China habla de un tal Covid-19, del que no deja de decir lo uno y lo contrario, mientras su enemigo público le imputa haber fabricado el virus en uno de sus laboratorios. El virus mutante ha infectado (cifra oficial) a más de 5 de personas, en un planeta habitado por unos 7 millones de ciudadanos, para los que evitar la enfermedad significa interactuar a 2 metros de distancia.
Que toda esta movida es una cuestión de pelas, tiene poca vuelta que darle; más, cuando observas a los mandatarios de las mayores potencias económicas del mundo, negarse a pagar lo que les toca, en ese juego de importación-exportación, que han convertido en la perversión de las poblaciones, por tener la necesidad de más poder, más dinero, más control, más voz, más satisfacción, más destrucción… Quieren ser los primeros y sobresalir en este inmenso cubo de basura en que han convertido el planeta, donde escasea el agua potable y sobra el plástico; donde hay trabajadores pobres y profesionales que nunca ejercerán de lo suyo; donde te toman la temperatura para saber si ere uno de los infectados y apartarte al confinamiento, con vista a la última generación de móviles. Cuando ellos hablaban de aranceles a unos cientos de productos y nosotros estábamos en la rueda del hámster, en realidad negociaban quedarse con la humanidad enferma, y enfermarla hasta las últimas consecuencias, porque cansados de saber que cuentan con todo lo nuestro, les faltaba arrebatarnos lo último: la vida.