Cuando era pequeña, me hacía mucha ilusión ser adulta, como a la mayoría, ¡qué ilusos éramos!
Una de las cosas que más me motivaba era el hecho de poder ir a votar. Que me preguntasen a mi, una chica normal y corriente, quién debía ser esa persona tan importante que lo decidía todo y que encima mi respuesta tuviera voz ¿cómo no podía quererlo?
Tuve la suerte de crecer en una casa donde de forma algo coloquial se me explicó lo que era una democracia, una dictadura, un estado de derecho… Y como en cualquier otro hogar de este país siempre se habló de buenos y malos, de los que nos ayudaban y nos hacían daño.
Hace un par de días nos levantamos con la noticia de que teníamos que volver a acudir a las urnas para alzar una voz que creo que ya no se oye, y si es así, solo se ríen de ella. Ha llegado un punto en que solo hay malos y malísimos y en el cual todos hacen daño incluso cuando afecta a sus intereses.
Es vergonzoso que, a 2019, con las generaciones más preparadas de la historia, y con un sinfín de posibilidades nos veamos en esta situación. Estamos viendo venir al lobo y no somos capaces de resguardar a ni una sola oveja.
Llegados a este punto, son muchos sentimientos los que se mezclan, sin que ni uno de ellos valga en positivo.
Y creo, sinceramente, que conseguir un verdadero estado de bienestar no puede ser tan difícil.
España no es una bandera, una familia y su linaje ni un sentimiento patriótico.
España es, un conjunto de territorios, diversos y plurales, donde se encuentran igualmente cientos de miles de opiniones, pensamientos e ideas. Ideas que ya nadie sabe valorar.
No es mejor el que más odia, ni el que más critica, tampoco lo es el que más regala ni el que más da.
Este país lo que necesita es educación, empezando por sus gobernantes y terminando por cada uno de los más de 40 millones de habitantes que lo conforman.
Educación en valores, en respeto, en civismo. En entender que no soy mejor que nadie por mi dinero, mi procedencia o mi condición sexual.
Educación en saber que todo el mundo es libre de pensamiento y decisión siempre y cuando no limite la libertad de los demás.
Educación en respetar a todo ser humano, en no entenderlo como un objeto ni como una moneda de cambio, ni mucho menos como un alquiler.
Educación en legalidad, en abandonar la picaresca española y entender que las leyes están para cumplirlas y en el caso de parecer injusta, movilizarse para su cambio.
Cómo queremos que sean los gobernantes de un país donde nos creemos que somos mejores por evadir impuestos y cobrar en negro, donde nos gastamos un dinero becado que no necesitamos en un capricho, donde no somos capaces de salir a la calle y luchar por lo que realmente queremos.
Antes de exigir, tenemos que dejar de ser borregos, dejar de creernos más eruditos que nuestro vecino y aprender.
Aprender a pagar un recibo, a hacer la declaración, a preguntarnos porqué.
Aprendernos nuestra Constitución, ¿cómo podemos criticar algo que ni siquiera conocemos?
Aprender a no hablar sin saber, y a no creer la primera aberración que leamos en una red social.
Aprender y entender que la verdad, como decía Ortega y Gasset, es la suma de perspectivas, pues ninguno tenemos el saber absoluto, ni completa razón.
Aprende a buscar la honestidad y la veracidad, a no creer en discursos atacantes, agresivos e irrespetusos. A tener pensamiento crítico y utilizarlo.
Solo así, dejando de ser un rebaño, para ser un equipo, un conjunto que solo puede sumar en positivo, levantaremos algún día como personas, no solo como un número del Ibex o del Banco Central.
En el fondo, todavía queda algo de aquella niña que escuchaba a su padre contar qué pasó el 4 de diciembre en Andalucía, por qué tenemos una Constitución o quién era ese señor al que llamaban “el Tite”. Queda la ilusión, ilusa, más que esperanzadora, de que esto algún día pueda cambiar.