«Hace mucho que no hacía esto». « ¿El qué?». «Leer un periódico de papel en un bar». Callé respetando su bonita — aunque inquietante— decisión. Tres, dos, uno. Está a punto de llegar la indignación que da la lectura calmada de la realidad. ¿Qué será esta vez lo que tiene preparado la tinta periodística para perturbar el estado de ánimo de mi amiga? Quizá sea una nueva y bochornosa declaración de Pablo Casado. U otro roce más de lo absurdo por la caza de brujas que desarrollan los valores infames de VOX en contra de todo aquel que defienda la igualdad de género. Quizá sea una coleta morada que le grille los dientes; una naranja política podrida o un gobierno que no le aclara el futuro. Quizá sea Merkel, Theresa May o el Brexit. Quizá sea un caso de violencia animal subiendo al ser humano a la palestra de la bestialidad. Quizá sea el deshielo. Quizá una niña más desaparecida. Un misil sobre Siria. Un niño herido, las lágrimas del drama de la guerra, la cacatúa racista del poder estadounidense o un derecho humano quebrantado. Llegó. Ahí está. « ¡No me lo puedo creer!», exclamó.
« ¿El qué?», me interesé. « ¡Esto! ¡Todavía sigue existiendo esto!». Mi amiga levanta el periódico con fuerza, casi arrugando el papel, como lo suele levantar la gente cuando está indignada. Una página repleta de anuncios de prostitución. « ¿En serio esto es legal?». Y ahí, a la luz de todos los curiosos, había unas cuantas niñas y mujeres de ojos rasgados, piel morena, pelo rizado o largas melenas rubias. Intercaladas entre la tinta pequeña, direcciones y números de teléfono. Caras de niña con medias de rejilla en las que en lugar de aparentar la niñez y esconder las arrugas con maquillaje, quizá lo que se esconde, tras esa fotografía, es no llegar a los dieciocho. Y ahí están expuestas, en el menú del día, cubriendo la crisis del papel de la prensa, para saciar todas las fantasías del macho ibérico.
Entonces, a pesar de que medios de gran renombre ya anunciaran, hace algunos años, que erradicarían este tipo de anuncios en sus páginas —dedicaban dos o tres—, otros alegaban dejarlas a una página o incluso media. Se llega a imaginar así, con facilidad, el diálogo de la maravillosa película Nightclawler (2014) en la que una ambiciosa realizadora de informativos se decide a publicar las imágenes más crudas y sangrientas de un asesinato. Ésta le pregunta a su jefa: « ¿Cuánto podemos publicar de esto?», a lo que le contestan: « ¿Legalmente?»; y la realizadora finalmente ironiza: «No, moralmente… ¡Claro que legalmente!».
¿Se aliviarían, por tanto, las conciencias de los directivos de los medios de comunicación al reducir estos contenidos a media página? ¿Se aliviarían la de los lectores? ¿Y la de una víctima de trata? Al reducirlos, casi como un acto heroico y de bondad, aparece la confirmación: existe un problema tras esas fotografías de piernas y sexo que hay que erradicar. Y ese problema es el dichoso menú del día del que los medios parecen no poder desprenderse y del que desconocen si existe explotación sexual tras las imágenes. Si existen largos viajes en los que se prometieron sueños y se concedieron golpes y ligueros. Si existen niñas aparentando no serlo. Si existe esclavitud. Si existe crueldad. Si existe tráfico de mujeres.
No se trata de puritanismo. Es una cuestión, o debería serlo, de moral: nadie en su sano juicio querría ser cómplice de la esclavitud de un cuerpo ajeno de mujer o de niña. Y continúa existiendo. Se continúa dejando espacios en los periódicos «democráticos» para este tipo de contenidos. No es una cuestión de que se reduzca la oferta a la mitad como si el medio de comunicación, en un acto de bondad heroica, estuviera perdiendo la mitad de los beneficios por una cuestión de principios. Lo que es necesario es que se erradique por completo y que el proxeneta jamás encuentre en los medios de comunicación democráticos la trampilla del ratón para las entrepiernas.
Y es que ante grandes cantidades de dinero, las preguntas dejan de ser interesantes. Incluso en el mundo del periodismo. O, más bien, sobre todo en el mundo del periodismo. Quién querría preguntar, por ejemplo, la edad, las condiciones o la libertad de esas «señoritas» «dulces» «apasionadas» «activas» y «pasivas» si es el negocio más antiguo del mundo —el que no va a cambiar— el que sustenta el romanticismo del papel.
Y así es como la vida, siglo tras siglo, continúa a medias. Con medios problemas en donde la moral parece exhibirse coqueta aunque sin quitarse del todo el maquillaje. Así mientras mitad de la población tiene la libertad para poder reivindicarse en la calle un ocho de marzo, encontrándose con las etiquetas del «feminazismo» que conceden los dinosaurios, la otra mitad yace esclava en las aceras muriéndose de sueños frustrados; del futuro «mejor» que nunca llegó; muriéndose de sobredosis que llegan por la necesidad de evasión; muriéndose a golpes por reivindicar su dignidad. Muriéndose de sexo frívolo. Muriéndose de pena y de paciencia por volver al sitio del que huyó pero en el que quizá dejó a una familia, a una hija, a un amor que la esperan con los brazos abiertos, deseando escuchar cómo sus sueños se hicieron realidad. Mientras la mitad de la población lucha, la otra mitad quiere pero no puede luchar porque hay una esquina que cubrir. Mientras mitad de la prensa lucha y cuenta el desgarre que genera en el estómago un testimonio de una víctima de tráfico de personas, la otra mitad le estrecha la mano al proxeneta por dinero. Mientras mitad de la prensa mira a los ojos para empatizar con una mujer esclava, la otra mitad gira la cabeza para hacer caja. Mientras mitad de la página de un periódico muestra la bondad heroica de sus principios, la otra mitad nos cuenta su falsa moral.