Leía el otro día sobre la historia mágica de Canarias. Esa parte de nuestra existencia que nos recita sobre leyendas, brujas y lugares encantados. Todo mi interés se concentró, por supuesto, cuando llegué a la página del libro que narra la cúspide de nuestra identidad mágica: La isla de San Borondón. Cuentan las lenguas antiguas que habitan a día de hoy en los mapas, libros y palabras de cualquier canario que te encuentres mirando al mar, que hace mucho, mucho tiempo en un hueco del atlántico, entre El Hierro, La Gomera y La Palma, se hallaba una pequeña isla que aparecía y desaparecía tomada por las entrañas del océano ante piratas y exploradores. El misterio irradia en que la isla se presenta cartografiada en mapas como si hubiese sido una realidad tangible y hasta siete expediciones salieron en su búsqueda: la primera en 1486 y la última en 1721. Se recogieron y plasmaron testimonios de habitantes de La Palma que aseguraban haberla visto cuando el cielo despejado lo permitía o, incluso, marineros y pescadores afirmaron haber pisado sus playas. No obstante, nunca llegó a encontrarse dicha isla. Y la leyenda empezó a embellecer el misterio alegando que era la barriga de una ballena, una base de ovnis o una parte de la Atlántida. La parte racional, para no dejarles con la intriga, nos cuenta que San Borondón era la sombra del Teide descansando sobre el agua.
La Atlántida. Un continente que yace hundido bajo el océano y que Platón describía en sus diálogos de Timeo y Critias. Me remito al libro “Canarias Mágica” de José Gregorio González para lo que les voy a narrar a continuación. Platón decía algo así como que en el Gran Océano, en el Atlántico, «se desarrolló una rica civilización, un imperio que gozaba de un gran adelanto tecnológico. La majestuosidad de los atlantes constataba con su pésimo desarrollo moral por lo que sufrió el castigo celeste hundiéndose en una sola noche y un día, bajo las aguas de un justiciero atlántico». No es de extrañar, por tanto, que se asociara el continente desaparecido con Canarias y, por supuesto, con nuestra isla encantada, San Borondón. Entonces, empiezo a pensar yo que quizá Platón tenía lo mismo de filósofo que de adivino aunque ya es sabido que toda filosofía se anticipa siempre a los acontecimientos.
Abunda en los tiempos que corren la idea de que los humanos somos los putos amos. Las generaciones más preparadas. Inteligentes. Avanzadas. Desde que nacemos ya tenemos la capacidad de controlar cualquier dispositivo electrónico. Como si eso nos antecediera a decir quiénes somos y cómo seremos; como si el dominio de la tecnología, esa que ni siente ni padece, nos hiciera buenas personas y resolutivas ante cualquier piedra en el camino. La convivencia con ésta nos hace sentir especiales como antes nos hacía sentir el amor y entonces, le damos todo lo que tenemos porque es nuestra diosa; nuestro templo y nuestra razón de ser. Le damos nuestras inquietudes, deseos y miedos más íntimos mediante conversaciones y notas de audio de WhatsApp en las que si el interlocutor, por alguna extraña razón, vive y no nos contesta, ¡PUM! Frustración. ¿Nuestra vida ha dejado de ser importante para el otro lado de la pantalla? Y otra vez frustración. Y frustración. Y frustración. Y ve tú a decirle a una niña de doce años de nuestro siglo, que ha nacido creyendo que la tecnología es su musa, que esa ansiedad y ese estrés que siente por el silencio de una pantalla no son importantes ¿Por qué, si hemos convertido a la tecnología en el centro de nuestra vida, no tendrían que serlo?
Y entonces así, teniendo como epicentro a la señora madre tecnología, empieza un bombardeo de aplicaciones que ya no sólo dominan a nuestra vida privada y nos ofrecen canciones que ¡Oh, qué casualidad! hablan de nosotros y del estado de ánimo que justamente acabamos de contar a nuestro colega por otra aplicación de nuestro dispositivo. Empiezan a aparecer las aplicaciones que dominan nuestra vida pública y así es como llegan las carencias de moral de nuestra época y el desastre que ya ha empezado a hundirnos bajo el océano.
Mientras nos entristecen o nos enfadan las publicaciones en Facebook de que una especie en extinción finalmente se ha extinguido, esa especie en extinción finalmente se ha extinguido ¿Y quién es el responsable: el ser humano o la diosa máquina? Mientras nos encanta o nos alegra ver videos de un padre bailando con su hijo vestido de princesa o leer cómo una pareja homosexual grita a los cuatro vientos que se quiere; mientras nos brillan los ojos al pensar en viajar y conocer culturas diferentes; mientras nos ilusiona escuchar discursos de igualdad de género o aparece la viralidad ante un testimonio en el que se ha superado un abuso o violación, mientras cada vez existe más gente que habla de valores e ideales en redes sociales, mientras cada vez existen más Manolos que se visten de violeta o gente joven enseña sus tatuajes con palabras como Freedom temo decirles que en la actualidad 17 parlamentos de la Unión Europea cuentan con presencia de partidos políticos de extrema derecha ¿Quién les ha votado: el ser humano o la diosa máquina?
La carencia de moral. La que nos lleva a las profundidades del océano, al borde del precipicio y al caos del odio. Me recuerda esto al diario secreto de Adrian Mole, el chaval —inglés hasta la médula— se quejaba de que la comida de su colegio era una auténtica bazofia. Sospechaba así que la mala alimentación en los colegios británicos, sin aportarles nutrientes a los chavales, quizá era un complot de Margaret Thatcher para que no tuvieran las fuerzas suficientes que les hiciera manifestarse.
Mientras nos creemos los putos amos y que nadie nos puede engañar porque nuestra máquina, fiel compañera de bolsillo, nos da todas las respuestas; cada vez la opinión pública se construye con titulares sanguinarios que no buscan la verdad sino el interés comercial de tu click, borracho de morbo. Se nos empiezan a recortar derechos y libertades; nos dan zapatos para ir hacia detrás en lugar de hacia el avance y apenas contamos con la energía suficiente para evitarlo. La luz de nuestras pantallas, muchachos, roba nuestras energías. Nos anestesia y sólo permite quejarnos; crear mundos ideales y ficticios como sólo los crea la tecnología. Nos da tan poco pie y tan pocos nutrientes, como esa alimentación del colegio de Mole, para la acción, que las generaciones más preparadas, más inteligentes, más avanzadas… no hemos sido capaces de evitar el destroce de nuestra flora, de nuestra fauna, ni de nuestra gente —Llevamos más de 500 personas muertas en la guerra de Siria — y esa Atlántica, que es toda nuestra existencia, cada vez se va cubriendo más del agua que hemos derretido por la contaminación. Y es que una vez que nuestro caos y nuestra crueldad yazca bajo el océano, no dejaremos a la vista una porción de tierra, una isla de San Borondón o la sombra del Teide descansando sobre el agua. Nuestra carencia de moral es tal que no dejaremos más herencia que esos 8 millones de toneladas de basura anuales que llegan a los mares y océanos. Y cabe destacar que la mayoría de la basura plástica que ahora mismo flota es tecnológica. Bienvenidos a nuestro naufragio, atlantes.