Vivimos en un mundo globalizado. Donde la misma cosa la encontramos en cualquier lugar de la tierra. Donde para el mercado de internet no hay fronteras. Las ha superado la tecnología. Esa gran muralla franqueable a la que no le importa en absoluto la desigualdad.
Pero, en cambio, cada vez hay más barreras físicas para contener lo que avergüenza. Son las vallas “infranqueables” a la pobreza, al dolor, a la desesperación… Son muros de la conciencia.
Sí, de una conciencia de gobernar “impoluta” que dirigentes omnipotentes nos venden amparándose, casi siempre, en transmitir lo nefasto del vecino. Haciendo para ello un excelente trabajo de persuasión. Nos machacan diciendo que "ese vecino extranjero y pobre" invadirá una parte de nuestra casa, y una vez dentro impondrá sus normas.
“Casi un tercio de los muros en el mundo están diseñados para mantener fuera al vecino” (Vallet).
A estas moralidades tan “blancas” les trae sin cuidado que la suya sea más bien oscura. Negra como la noche en la que, quien nada teme perder- porque solo le queda vida- salté al vacío de un sueño. De un férreo deseo de agarrar, aun con inmenso dolor, aquello que en el interior de sus fronteras, la de sus estados, no pueden poseer. Y este "querer" es dignidad. Es el derecho a saciar su hambre y su sed allá donde "llueva" más.
“Puedes construir más y más muros hasta que seas una sociedad completamente amurallada, pero lo único que estás logrando es hacerlo más y más peligroso” (NY.Times)
Así que los gobiernos levantarán tapias, físicas o imaginarias, pero las personas crearán siempre la forma de alcanzarlas. Porque la mente, a esta, ningún país “omnipotente” podrá crearle obstáculos que no pueda derribar. Aun dejando en esas fronteras lamentos de vida próximos a unas vallas que anuncian un mundo al que no cruzarán.