«Hasta aquí», dijo. Se deshizo el nudo de la corbata que se había hecho con desgana aquella mañana. La dejó sobre la mesa de la oficina que le había visto crecer en su vida profesional los anteriores cinco años. El chaval sólo tenía treinta y dos a pesar de las ojeras, la acidez de sus caras largas y sus escasos temas de conversación. En su cabeza las imágenes que rondaban eran las de su primer día de trabajo. Había venido sin corbata, con zapatillas naranjas y con un único pensamiento: «vamos a vivir de mi sueño». Sonreía todo el tiempo. Había llegado, por fin, a una de esas grandes empresas que dicen las encuestas que son las mejores para subvencionar nuestras vidas. Su madre no dejaba de contarle a todos, a la del supermercado y a la hija de María Dolores que su hijo ya había volado por su cuenta; que había conseguido entrar en esa empresa de éxito, que ya no tendría de qué preocuparse. En su cabeza las imágenes que rondaban eran las de una persona llena de cosas por hacer; creer y vivir. Le gustaba esa versión. Por aquel entonces le encantaba hablar de la complejidad del ser humano, de cine, de vinos, de Tanzania y de Diego.
Y ahí, ese joven nostálgico, yacía tirado sobre la mesa de su oficina. Cansado y triste. Había tenido una reunión a las ocho de la mañana y le habían comunicado que su sueño se hacía realidad: «Eres el nuevo coordinador del área de Marketing», le espetaron. Su cabeza dijo que sí, claro. Asintió sin darse cuenta y recibió los abrazos pertinentes. En su alma ocurría una historia distinta.
«Mi sueño», rió para sí mismo. Y de repente se acordó que hace cinco años si le hacían esa pregunta siempre contestaba: «Nunca dejar la creatividad al margen». Se retorcía de placer cuando creía tener una buena idea. Le encantaban los juegos de palabras; el ingenio fugaz; las campañas publicitarias que aspiraba a superar y buscarle sentido a los anuncios de perfumes. Le encantaba su trabajo en su forma de ser más básica: creativa. Nunca aspiró a ser coordinador de nada; él solo quería crear. Y de repente, se da cuenta de que cuando alcanzó el éxito en su vida profesional; cuando entró en esa empresa tan buena, se había pasado los últimos cinco años hablando de negocios, dinero, queriendo ser ese maldito coordinador y criticando los errores de los demás. Sus prioridades cambiaron sin darse cuenta y cada vez se hacía un chico más triste, estresado, agotado y dejando la creatividad al margen. No dejaba de escuchar hablar de la gente de éxito de su compañía, los que iban con corbata y sonreían con dientes de cartón. Los que parecían buenas personas por el simple hecho de que todos fingían alegrarse a verles llegar y les preguntaban por sus hijos y esas cosas que suele hacer la gente corriente. De repente a él también le apeteció ser esa buena persona aunque cada vez fuera menos él mismo.
Y ahí, ese chico joven nostálgico, que yacía tirado sobre la mesa de su oficina, volvió a la vida. Se dio cuenta de que en la supuesta cima del éxito había estado en el fracaso más absoluto porque… ¿Dónde había estado él todo ese tiempo? Había perdido su esencia; su ilusión y sus ganas de darle forma a las ideas. Se había creído que el éxito era esa empresa, eran esos negocios y era ser una persona que en realidad no era. Se había creído las encuestas que a saber cómo fueron construidas. Se había abandonado a las prioridades y preocupaciones que en realidad no tenía ni le importaban lo más mínimo. Se había elaborado una tristeza y un estrés que en realidad… tampoco le pertenecían. ¿Dónde había quedado Tanzania, las viñas y… Diego? ¿Por qué si cada día era una persona de más éxito y orgullo en comidas familiares… estaba, cada día más triste? ¿Era ese el estado del ánimo del dichoso éxito?
No. Ocurre algo que tiene que ver con el alma y que no explican en las escuelas. Constantemente somos llevados como marionetas a creer en el éxito profesional como el estado sublime de nuestras vidas. Nuestro orgasmo vital. A estudiar mucho, a sacar sobresalientes para ser los mejores y para tener una vida plena en la que no nos falte de nada. Una idea antigua y arcaica de los que alcanzaron esa cima profesional hace tiempo, y que no han salido de su cascarón, a husmear un poco entre la sociedad actual. Siguen pretendiendo esclavizar las aspiraciones más jóvenes creyendo que, incluso, los recién salidos al mundo real, aspiran con zapatos de charol y despachos de cristal. Los que tendrán que aguantar carros y carretas, faltas de respeto por soberbia elitista porque… a fin de cuentas, les han dado una oportunidad. De mierda, por cierto. Ya sabemos las condiciones laborales en este país para los jóvenes pero ese… es otro artículo.
No hace falta mucho más que ver a los nuevos jóvenes, los millennial, que no están en esa onda de convertirse en pizpiretos porque sus aspiraciones tienen que ver más con la emoción. Esa asignatura pendiente en escuelas en sustitución de la religión. Todas esas crisis existenciales que llegan a los veinte, casi siempre, tienen que ver con la búsqueda de algo que emocione e inspire más que por un trabajo estable. No está entre los planes de los veintitrés tener un contrato indefinido —aumentan los nómadas—, comprarse una casa — no importa compartir piso—, tener un coche— ¡Ay, lo que mola una bici vintage—, tener una dichosa vida en la que no falte nada — ermitaños y soñadores—. Cada vez se compran más furgonetas de segunda mano que permitan recorrer el mundo con dos latas de atún.
Y aunque las empresas continúen en esa línea de la viabilidad y el talento, la sociedad ha cambiado y ellas, irremediablemente también tendrán que hacerlo. Tienen que aprender a gestionar ese talento desde una perspectiva que lo explote de forma humana y bonita. Sería una pena convertir a los millennial, incentivados a vivir emocionados en una nueva zoombielandia.
Aun sin lujos, ya la sociedad actual, la que está saliendo a flote, comprende que el éxito es mucho más que unos zapatos de charol y ocho horas de oficina. Los jóvenes, los líderes del mañana, no entran en una empresa de éxito buscando estabilidad y alimento. Por su edad esas no son ya sus prioridades como lo fueron para la generación del baby boom, todas esas personas de la posguerra que evitaban, a toda costa, pasar el dolor y el hambre que no pudieron remediar sus padres. Eran sus prioridades pero no las de esta nueva generación. ¿Las de ahora? La emoción. Y no es que los Millennial sean desagradecidos ni jóvenes ni que no valoren el esfuerzo de sus progenitores. Simplemente, les ha tocado vivir una época tan frívola que necesitan emocionarse como no les han enseñado a hacer en ninguna parte. Es su prioridad. Llevan toda su vida escuchando: «Hagan lo que les haga felices». Y ahí están: enfrentándose a un mundo que todavía no consigue desprenderse de esa idea de esclavitud y seriedad que dan los trajes de chaqueta y corbata.
El éxito ahora es simplemente una vida sencilla. Sin grandes lujos, que emocione, que inspire, que sume y que ayude. Es una librería al ladito del mar, un garito con música reggae en el culo del mundo, o un retiro espiritual. Es un «soñar es gratis» seguido de un «¿Y por qué no?». Es un «deja esa mierda de trabajo», «Viaja», «Hazlo sencillo»,·«Mira el chollo que he encontrado». En lugar de «Quiero ese trabajo» es «Quiero ese momento». Es estar en la vida de la forma más honesta posible. El éxito, el más puro estrellato, a fin de cuentas, es un «hasta aquí» que llega a tiempo.