Jaque a la reina

La niña mona, con corona y vestida de princesa está triste. Llora, desconsolada, porque lo único importante, en este mundo, a las diez de la noche, es que quiere su cola cao
Alba Marrero
España
07.10.2018
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—Pero… ¿En qué consiste el mérito de “Miss pasarela”? — dudé.

— A mí siempre me han dicho que en caminar bien.

—¿En caminar bien?

—Sí, —mi amigo Funche pone cara de desgana acompañada del movimiento de sus hombros— en caminar bien.

—Pues vaya.

—Como si fueran cabras con cascabel— sentenció.

Los dos reímos pero con sonrisa triste. Hay un silencio fugaz. Nos acabamos de dar cuenta de que una niña de siete años es valorada y juzgada, todos los años, en todos los pueblos de España, por un grupo de adultos con a saber qué méritos profesionales, por su forma de caminar, por su pelo y por su sonrisa. El resto de adultos, sin tanto mérito, que les hace estar por detrás de la mesa del jurado, pero que son padres, madres, amigos y curiosos les vitorean por creer que son las niñas más guapas del pueblo. Las que tienen más gracia. Las que tienen más salero. Azucarero. Y buen andar. Las futuras reinas adultas. Las más presumidas. Las que, inevitablemente, harán dormir mal a sus padres, con escopeta cargada, para cualquier zagal que se les acerque. Las que cuando crezcan ya tienen proposiciones de matrimonio hechas de adultos intentando hacerse los graciosos. Las de los mil pretendientes. Y muchos novios. Las niñas monas que hay que vigilar desde las ventanas cuando crezcan un poco más. Las que son un peligro. Las que a las doce, como toda Cenicienta, deberán estar en casa. Las que traerán disgustos. Y males de ojo.

Son esas cosas, de toda la vida, que se escuchan en conversaciones y charlas informales, tras los malditos certámenes de belleza infantiles. Y en la vida, en general. Son adultos comentando la jugada de un certamen que no es más que un escaparate repugnante, mientras la niña mona, la que camina a las mil maravillas y tiene un pelo estupendo, con corona y vestida de princesa… está triste. Y llora, desconsolada, porque lo único importante, ahora mismo, en este mundo, a las diez de la noche, es que quiere su cola cao.

Al crecer una de las cosas que nos meten con metralleta en la cabeza es el lenguaje de los colores. Con toda esa parafernalia del azul y el rosa; como si no existiera el verde y el naranja. De la misma manera, las niñas comienzan a entender, desde muy pronto, que a sus padres les enorgullece, por alguna extraña razón, ponerles un vestido de tul, en el peor de los casos también lazo, para coronarse como la niña más guapa. La que según el espejito, espejito mágico y toda esa gente que grita como energúmena la hacen la más bonita de la fiesta. Cómo si de verdad importara. Como si de verdad existiera una sola niña en el mundo que fuese horrible. Como si después de todo ese jaleo de escogerle el mejor vestido, el mejor maquillaje, el mejor peinado y ponerle a caminar en un escenario frente a una multitud que grita “guapa”, “princesa” y diez mil chorradas más a una niña de tan sólo siete años, fuese fácil decirle ahora, de repente, que ya no es la más bonita ni la reina de la fiesta porque nadie le ha dado su corona.

Como si fuese fácil ahora hablarle de prioridades. Como si las pudiera entender tras el vitoreo. Como si después de todo ese show en el que lo importante durante meses ha sido ser guapa, le fuese fácil cambiar el guion. A una niña de siete años. Como si fuese completamente normal para ella entender que ya no es tan guapa, que ya nadie le aplaude y que lo importante ha sido participar. Que su verdadera belleza son todas esas cosas que lleva en la tripa, en la cabeza y en el corazón. Que su belleza es y será su cosmos. Que su belleza serán sus decisiones, su forma de entender la vida, sus pasiones y fracasos. Su brillo en los ojos, sus nervios, antojos y vergüenzas. Su firmeza y su debilidad y no tanto su forma de andar. Que no siempre le aplaudirán ni será la reina de la fiesta pero que será maravillosa de cualquiera de las maneras.

Decía el hermano de la pequeña Olive, en la maravillosa película Pequeña Miss Sunshine, que la vida es un puto concurso de belleza detrás de otro. El instituto, la universidad, luego el trabajo… todo orquestado de tal manera para que luchemos siempre, constantemente, por el vitoreo ajeno y contra el complejo personal. Para que nos desgastemos por llegar cuanto antes a, en realidad, ninguna parte. Desde pequeñas, lanzadas a buscar la aprobación ajena. Al ser expuestos en escaparates, con excusa de sentimientos de princesas y jurados profesionales, nuestros cuerpos y sonrisas desde que tenemos, apenas, siete años. Un auténtico escándalo disfrazado de fiesta. Y, como concluía el sabio hermano de Olive, Dwayne… ¿Saben qué? “A la mierda esos putos concursos de belleza […] ¡A tomar por culo!”. Jaque, de todas las maneras posibles, a la reina.

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