En total fueron siete horas de espera. Cuando entré a las diez de la noche y a las doce seguía en la puerta de la entrada vacilé con la idea de que quizá no llegaba a la reunión de mañana. Eran mis bromas internas. Estaba de buen humor. Me entretuve mirando los dramas de los demás. Escuchándoles como no hacían los médicos del lugar. Llegadas casi las cinco de la mañana, escuché a un chaval quejarse frente a un médico jovencillo que decía entender pero sólo andaba pensando en todo lo que tenía que hacer. El chaval llevaba desde las cinco de la tarde esperando un diagnóstico. Casi diez horas en un hospital de la capital, de Madrid, con paredes que sólo lloran y marchitan los estados de ánimo. Empecé a hacer yo mis cálculos y ya lo que creía absurdo e irónico empezaba a tomar otra forma. Mi humor había cambiado.
Casi por inercia, como siempre, me dio por pensar lo injusto que era que hubiera tanta gente llorando en esa sala de urgencias y que quizá lo era o por todo o por un catarro. Algo tenía claro porque era lo que nos decíamos todos y cada uno de nosotros cuando nos mirábamos a los ojos: ninguno saldría de allí con la sensación de haber sido una persona con sus dramas, dolencias y altibajos. Persona, sería la palabra. Ninguno saldría siendo alguien comprendido. Incluso muchos saldríamos creyendo que estábamos siendo un poco locos, un poco exagerados. Poco urgentes. Ninguno saldría con la sensación de que contamos con uno de los mejores servicios de sanidad pública.
Normalmente, al ser de Canarias, seré para muchos una chica de provincias. De ese lugar en el que nunca ocurre nada. Ni siquiera guerras ni asesinatos. No obstante, cuando llego a un servicio de urgencias de Madrid, retorciéndome de dolor, la situación no es muy diferente a la que he vivido toda mi vida. La gente sufre de la misma manera. No hay ni médicos, ni camillas ni cuidados suficientes para todos. Por eso, en esas casi siete horas en las que me fui, poco a poco, convirtiendo en una pelota dentro de mi asiento… jamás me levanté a preguntarle al enfermero, con una sonrisa a cuestas toda la noche y llamando a cada paciente por su nombre, a pesar de las quejas, que qué pasaba conmigo. Entendía perfectamente que estar desbordado no era su culpa. Ni la de todos esos con batas blancas y pijamas verdes a los que la gente, impaciente, les gritaba.
Todo lo que ocurre en este país, en todos nuestros hospitales, es un gaje del golferío de la élite que vaga entre la muchedumbre cutre y traicionera. No emplearé el término de personas influyentes. No considero, por ejemplo, que el señor Villarejo y sus colegas, de los que tiene mil escuchas, traiciones y conversaciones comprometidas, sean influencers de nuestro destino. Son personas, o más bien personajes, que no hacen más que vivir con la mala costumbre, a la vieja usanza, de atiborrarse de golferío por dinero y avaricia. Por querer más. Como si eso no fuera ya rancio. Arcaico. Desfasado. Como si eso siguiera estando de moda. Como si nuestro mundo, y nuestro país, necesitaran élites y gente atiborradas de dinero, entresijos, espectáculos y traiciones. Como si la máxima aspiración y admiración de los de abajo fuera el golferío propio de antaño. Como si no hubiera un planeta derritiéndose como la mantequilla; como si no hubiera un océano intentando navegar entre basura, como si no hubiera aire intentando respirar entre humo grisáceo, como si no hubiera gente huyendo entre cuchillas, como si no hubiera mujeres buscando futuros entre proxenetas, como si no hubiera niños muriendo por fanatismos y misiles. Como si no hubiera salas de urgencia en todo el país viendo morir a la gente mientras esperaba diagnósticos catalogados como “poco urgentes”. Como si no hubiera prioridades.
Todo lo que ocurre en este país; toda esa gente en salas de espera, todos esos médicos desbordados, todas esas horas entre paredes que lloran y marchitan los estados de ánimo, no son más que los gajes del golferío y la corrupción de nuestra era. De cómo nuestros recursos, e incluso nuestra empatía, de nuestros malditos y supuestos derechos como ciudadanos de este país llamado España, han pasado a ser las cenas y lujos de personajillos con carencia de moral. De los que no han mirado los ojos a una persona desesperada y enferma en su pajolera vida pero que después hablan de ellas, se ponen de su parte, la defienden y valoran en sus discursos de plastilina. Hablan como si supieran mientras roban las urgencias de la gente.
Estos son los gajes de un país dominado por el golferío, la corrupción y la carencia de moral. Entrar a un hospital llena de bromas internas, riéndome de mis propias desgracias para salir, siete horas después, entre lágrimas. Lloré buscando un alta voluntaria puesto que si no, no habría llegado ni a la reunión ni al vuelo. Comencé a llorar más que por dolor, ya me había acostumbrado a él, por impotencia. Por ver todas esas situaciones que estaba viendo a mí alrededor; por todas esas personas llorando, impacientes, llenas de dramas. Incluso muchas con miedo. Lloré porque sabía que después de aquello, mi tripa me decía que tendría que escribir esto. Por los malditos gajes del golferío.