Eran las tres y media de la tarde de un viernes demasiado gélido. Todo sucede en el metro de Madrid. No es la primera vez que el metro de la capital es el escenario de mis artículos. Tampoco creo que sea la última, pues es un lugar donde se reúne gran parte de la escoria de este país, exceptuando la mayoría de políticos, banqueros y otras personalidades. Ya saben, los mismos de siempre. Los que inauguran el metro y no lo vuelven a pisar en su vida porque tienen al chófer de turno en la puerta.
[Sumario]
Volvamos a la escena. O, mejor dicho, empecemos con la historia. Las prisas me guiaban escaleras mecánicas abajo para llegar al próximo tren, al que le quedaban tan solo dos minutos. En esa bajada de escaleras, existe un cierto protocolo de educación establecido. Como en las carreteras, pero sin que el reglamento se oficialice. A la derecha, se sitúan los que no se mueven y prefieren esperar a que las escaleras mecánicas sigan su curso hasta llegar abajo. A la izquierda, las personas que deben bajar a contrarreloj por uno u otro motivo. Yo iba por el carril izquierdo, ya que el tiempo me apretaba. Sin embargo, en mi descenso por los escalones me cruzo con cuatro adolescentes, dos a la derecha y dos a la izquierda. Hablan entre ellos, sin duda se conocen. Cuando llego a su altura, los miro y me paro en un claro gesto de “apártense por favor”. Durante dos segundos ninguno de ellos se inmuta a pesar de que alguno advierte mi presencia, mirándome con cierto descaro, pero sin hacer nada. Como mínimo, podría avisar a sus tres amigos, pienso. Al final, viendo que la educación no va a surgir de ninguno de ellos, pronuncio la palabra “perdón” con la esperanza de que surta efecto. Todos me escuchan y, acto seguido, me miran. Detrás de mí ya se halla una señora esperando exactamente lo mismo que yo, poder pasar. Uno de los muchachos que me interrumpían el paso se aparta. El otro tipo todavía se mantiene en la parte izquierda haciendo caso omiso a mi comentario. Sé que lo ha escuchado, hasta me ha mirado, pero no le ha salido de las narices apartarse. Me rindo y espero detrás de él hasta bajar completamente.
Debería haberle dicho cuatro cosas, pero no se las dije. Ya se lo enseñará la vida a base de palos, pienso. Y ustedes me dirán que por qué siempre me ando quejando de todos estos detalles. Y es que para mí no se trata de simples detalles. Detrás de toda falta de respeto hay un irrespetuoso, igual que detrás de un héroe hay un tipo con modales y valentía. Por desgracia, los primeros abundan y los segundos brillan por su ausencia. Lo que pienso cuando me encuentro con adolescentes así, es que cuando yo sea más mayor estos tipos serán abogados, médicos, jueces, profesores o periodistas como yo. Y entonces, me joderán vivo. No sólo a mí, a ustedes también.
La cosa no queda aquí. Ojalá los únicos maleducados que pisan el metro de Madrid fueran esos cuatro adolescentes imbéciles. Pero imbéciles los hay de todos los colores y de ambos sexos. Tras perder el tren que venía en dos minutos, tuve que esperar otros seis. Cuando este llegó a la estación, dejé salir a las personas que abandonaban el vagón para, posteriormente, entrar yo. Dejar salir antes de entrar, otra de las premisas establecidas en el metro. Hasta ahí, sin problemas. Es en la siguiente parada cuando de pronto dos tipos se ponen a discutir por eso mismo. Uno de ellos ha entrado antes de dejar salir al otro. Este otro, viendo su moral profundamente tocada, decide dedicarla un sinfín de lindezas, a cada cual más bella. Entre tanto insulto recíproco, el maquinista cierra por fin las puertas del vagón para terminar con la discusión. Váyase usted a saber cómo hubiera acabado aquello si el otro hubiera decidido subirse a pegarse con su amigo. Y es que aquí en España no hay espacio para el respeto y la educación. Todo se soluciona con un par de hostias. La vileza y la desvergüenza nos definen como nación. Y eso no es casualidad, tipos como estos que se insultan por algo que se podía solucionar cordialmente los hay en todas partes de España y a todas horas. Porque si uno le hubiera dicho al otro con buenos modales “perdone, pero se deja salir antes de entrar”, la cosa podría haber sido radicalmente distinta. O no. Existen dos posibilidades en esta situación. La typical spanish, sería recordar al otro la madre que lo parió, a pesar de tener razón. Y en ese caso, también cabrían dos opciones. La más española, fue la que ocurrió. Los insultos provenían de un lado y de otro. De fuera a dentro del vagón y viceversa. La opción más sensata, la deseable en una sociedad con un mínimo de educación y sentido común, hubiese sido reconocer el error y pedir perdón. Algo tan simple como eso, se convierte en un imposible en un país donde todo imbécil quiere tener razón.