Sí, lo sé; pero hay veces que casi prefiero no saberlo. Este chiringuito llamado planeta tiene dos grandes dioses: sexo y dinero, y viceversa. El resto son secuelas; formas y maneras; pura in estética en la que se ejercitan, practican y entrenan para llegar a los dioses. Lo demás: baladí.
A qué contribuye el soltar a una pobre liebre en mitad del campo, para que dos galgos la persigan, la maten y suban las apuestas, en un meneo de billetes que dura lo mismo que un caramelo en manos del goloso. Los galgos exhaustos vuelven del ramal a los galgueros, de los que saben que: o ganas, o te ahorcan, abandona, mutilan o dejan en la puerta de una protectora. Presienten que sus vidas valen mientras corran por su vida, contra otra vida; huelen que sus largos nombres de doble apellido les han elevado a una élite, de la que disfrutan, como mucho, uno o dos años; ellos, nada pueden hacer contra la cultura del estiércol.
Me lo pones muy difícil, cuando me envías cartas con avisos de cacerías y convocatorias al crimen, porque no quiero contener la tecla cuando las veo televisadas por ese seudo medio que pagamos en Castilla y León; y con darle un poco al Google, ves que hay un jara y sedal en la pública nacional que hace lo mismo. Y, es que, tienen su público; y, es que, contra esta jarcia de peseteros no hay quien pueda (lo llaman campeonato de España [a mí, usted, no me meta en eso]). Están amparados y jaleados, aplaudidos por los apostadores de la muerte, por los que suman dineros manchados con la sangre de los indefensos. Qué ha hecho una liebre para morir a la carrera, sin más horizonte que la huida hacia un final sellado, fotografiado, filmado y seguido por esos que lo otean a caballo, para certificar el fallecimiento de otra víctima. Qué ha hecho un perro para que le conviertan en el verdugo de una vida que apenas pesa 3 kilos.
Y, entonces, recuerdo lo aprendido: el maltrato a animales es síntoma evidente de otros maltratos; sí, maltratos a personas, esas que caminan a 2 patas y aún con la posibilidad de denunciar su situación, les han robado la urgencia de hacerlo, y callan. Y, entonces, por duro que es, miro las imágenes. La liebre corre, los galgueros hacen sus apuestas, hombres a caballo siguen una carrera hacia el infierno, los jueces están atentos a que la pieza sea alcanzada y haya un ganador que hace ganadores a quienes confiaron en que era el mejor; y salen los nombres y apellidos de éstos que hacen criar a las hembras hasta que obtienen otro ‘campeón’, camada tras camada; qué importa: el que no vale, se va a la mierda. ¿Alguien se preocupa de ir a estos congresos de la crueldad, a pedirles papeles y localizaciones de sus criaderos del horror? Parece que no; parece que estamos abocados a consentir tan patético espectáculo, de ser cómplices del próximo abandono, de enjugar lágrimas ante otro cadáver.
El trabajo ímprobo de cientos de personas, salpicadas por todo el país, que recogen, rescatan, auxilian, atienden, protegen a estos inocentes, comienza cada día y acaba cada noche en un infinito sin remedio. Perreras atestadas, asociaciones desbordadas, adopciones hasta el “no puedo más”, caen rendidas ante la amparada costumbre de mentir y llamar deporte al sacrificio con finalidad de llenar la cartera. Y, aquí, en el país que más leyes tiene para no cumplirlas, el maltratador, el asesino, en el mejor de los casos, se va a casa con 1 año de prisión (o sea, nada), unos euros de multa y la prohibición de no tener mascotas. Cágate! Y con la sentencia debajo del brazo, se va al bar de la esquina, a reírse de todo y fanfarronear del proceso. Definitivamente, los malos ganan.