Ella

La Manada, ese grupo de yonquis de la burundanga y la hombría de garrafón, han quedado en libertad a la espera de que la sentencia sea firme
Alba Marrero
España
28.06.2018
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Siempre ella. Es de ese tipo de mujeres, como casi todas las que se meten en problemas, a las que les gusta provocar. No se viste para sonreírse a sí misma frente al espejo sino porque siente la necesidad, cada día, de escuchar bandas sonoras cutres, que le gritan desde las aceras, cuando se pone su falda favorita o su peor chándal de domingo. Da igual porque a ella, siempre a ella, le encanta eso. Salir a la calle y provocar. Existir y gustar. Jamás incómoda; siempre carne excitante. Ella, siempre ella, es la que la lía parda cada vez que sale de su portal. Y es que ella mira, sonríe, vacila y existe. Es culpable de todo eso y también de que se adueñen de su cuerpo. Y en el caso de que tenga un marido maltratador, también es culpa de ella. Siempre de ella por permitirlo y es que a muchas les gusta que les peguen. Es culpable de que sus “no” no valgan nada porque en fin, es ella. Y ella existe y mira y sonríe y vacila y eso, en estos tiempos, es ya un “sí” de dominio público.

La Manada de las narices, ese grupo de yonquis de la burundanga y la hombría de garrafón, ha salido a la calle. Condenados por abuso sexual —violación— en grupo a una chica que no llegaba a la veintena, han quedado en libertad a la espera de que la sentencia sea firme. Y ahí están. Con las persianas de sus casas bajadas pero no porque se les caiga la cara de vergüenza sino por derecho a la intimidad. Y es que no hay más utopía en todo este despilfarro de sandeces, que la de ella, siempre ella, al creer que cuando pretendía ser libre y mirar, y reír y vacilar en una fiesta de sanfermines, no era culpable. Por supuesto que lo era. Eso sí: solo para los machistas miserables y faltos de escrúpulos que han llegado a decir que a la que deberían meter en la cárcel es a ella. Siempre a ella.

 Y es que ella es culpable de perderse y estar en una fiesta que ronda el medio millón de personas; es culpable de haber bebido alcohol y entablar conversación con quien le diera la gana, es culpable de entrar a un portal con cinco tíos cogida de las muñecas; es culpable de cerrar los ojos cuando no quería afrontar la realidad, de denunciar e incluso, de rehacer su vida. Es culpable, definitivamente, porque es ella. Siempre ella. Pronombre. Singular. Femenino. Culpable de todas sus desgracias.

«Así funciona la justicia», han dicho muchos. Los delincuentes también tienen derechos, nos guste o no. Ese no es exactamente el problema. Ni siquiera lo es que esa gentuza —multitud de pruebas demuestran su delito— estén en la calle, haciendo footing y dejándose visitar por viejos amigos. Lo que realmente importa y nos debe preocupar es el porqué de esa libertad.

La misma justicia que no funciona ni nos ayuda; la misma que defiende a políticos corruptos y avasalla a testimonios incómodos, está obsoleta. Ésta convive con una sociedad que no le pertenece y es así cómo trata de gestionarla. Pergaminos y mandamientos antiguos en un pueblo que, desde hace tiempo, habla y disfruta de tecnología inteligente. De seguir sintiéndose la caña, por los avances en igualdad de género aunque la mayoría de mujeres conviva con el miedo diario a pasear sola por la calle. Si la justicia conociera a su gente y actuara por el pueblo, consciente de sus triunfos y miserias, jamás preguntaría en voz alta por qué una víctima de violación no cerró bien las piernas en el momento de la agresión. Si esto ocurre es porque en la sociedad de hoy no hay siquiera un amago de justicia. Se nos ha abandonado, simplemente, a mera burocracia. Y qué lamentable.

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