Una masa de treinta chavales, revueltos en los asientos, habladores, aburridos, con rebeldía quizá, escucha —no por primera vez — la frase que el profesor tiene preparada para ellos casi como un cliché « […] A mí me da igual. Aprendan o no, yo voy a cobrar lo mismo a final de mes». O también hemos empezado a aceptar que esa dependienta no nos va a sonreír, ni a agradar, ni a mirarnos a los ojos porque le hemos escuchado decir que « pff, total», pa’ la mierda que le pagan, casi que se lo ahorra. O que esa periodista, que apuntaba maneras, escriba una mentira en calidad de verdad porque, en fin, «así funcionan las cosas en este país». O que el administrativo no nos eche un cable, aunque nos vea con la lengua por fuera y los ojos cansados, porque oiga, «ese» no es su problema. O que esa médico, en la que confiamos alguna vez, no escuche nuestras quejas, ni preste atención a nuestro cuerpo porque «usted» — y todos los que vengan — lo que tiene es una cuentitis del copón y lo que quiere «es una baja».
Todas estas carencias son el fruto más amargo del mundo: un sistema que hemos abandonado a su propia suerte. Ya todo ha cambiado. Nuestra forma de vivir, de aprender, de comunicarnos, de relacionarnos y hasta de excitarnos. Todo marcha de una forma distinta. Incluso La Tierra, mucho más líquida y con mucha más fiebre, nos invita a girar con ella a un nuevo ritmo, más cuidadoso y responsable. Todo es distinto, incluso nosotros, pero se mantiene el mismo sistema educativo arcaico —de donde parten todos nuestros males— que intenta hacernos comprender lo que nos rodea desde unas míseras aulas verdes y aburridas. Éstas nos proponen memorizar a corto plazo y nos roban el razonamiento. Obvian la inteligencia emocional, la capacidad comunicativa y social, el emprendimiento, el liderazgo y ¡hostia! fomentar la pasión por perseguir algo; un sueño, un estilo de vida, un proyecto pero que sea lo que sea permita aportar.
Este sistema, con el que nos hemos conformado, nos ha llevado a tener una cantidad abismal de niños frustrados, que podrían ser los Bill Gates de la rama que quisieran, pero que se han creído ser demasiado imbéciles por no saber para qué sirve el número pi o la métrica poética. Y así, mientras aceptamos que el mundo está lleno de niños frustrados y creamos eso del TDAH, que no es más que una excusa para no reconocer que el sistema educativo es una mierda y que no incentiva, ni motiva, ni capta siquiera la atención de los bichos, esos niños se hacen adultos. Lo hacen creyendo que la vida se basa en la supervivencia y que la felicidad suprema son solo los pocos años de la jubilación; que vivir bien es solo lo que queda de tiempo tras ocho o diez horas al día de un trabajo estable que ni siquiera les gusta.
Estos ahora adultos, que fueron imbéciles en el colegio, a los que siempre se les ha dicho que la vida es “hacer” y no “ser”, pasan por tanto a convertirse en nuestros políticos corruptos, en nuestros profesores sin vocación, en nuestras dependientas amargadas, en nuestros periodistas impresentables, en nuestros administrativos apáticos y en nuestros médicos incompetentes. Es así como confiamos en todos ellos, aunque sepamos que algo no marcha bien porque son fruto de un sistema nefasto. Y es así como llegamos a confiar en médicos frustrados, que antes fueron niños frustrados, y que arrasan con nuestros padres, parejas o amigos porque ese día, en el que les dolía la espalda, ese médico, que tenía que hacer un trabajo que le apasionara, dice que todo está bien. Y en realidad no lo estaba. Como todo lo que ha ocurrido desde que íbamos al colegio. Como todo el sistema. Como toda esta maldita ruedilla de hámster en la que nos han hecho creer.