Decía Miguel Hernández que «tristes armas si no son las palabras». Y que «tristes guerras si no es amor la empresa». Idiota que ha sido siempre nuestra especie; cegándose ella misma por territorios, religión, poder y riquezas. Entendida que ha sido siempre del bien y del mal; de morder o no morder la manzana; de la generosidad frente al egoísmo; de la mejora frente al conformismo; de los puentes frente a las fronteras; del diálogo frente a las armas y de la paz frente a la guerra. Se inventó todo eso; el bien y el mal, pero también se idealizó a la patria y a la bandera, se pusieron cuchillas en las fronteras, se crearon cuentos de indios y vaqueros, de buenos y de malos, de negros y de blancos… Se invirtió en armas y se nos vendió la idea de “extrema urgencia y necesidad”. Así las tristes guerras pasaron a ser conflictos, las migraciones amenazas a la estabilidad y las tristes armas, material de defensa.
Donald Trump y sus colegas de Francia y Reino Unido, han bombardeado Siria. En la madrugada del sábado, lanzaban misiles contra distintos puntos del país donde, presuntamente, el régimen sirio almacena armamento químico. Toda esta orquesta bélica, de autoría occidental, surge como respuesta a que días antes, supuestamente, el régimen de Basar al-Asad lanzara un ataque químico contra la población civil, en la ciudad siria de Duma. Aunque en un primer momento se ha hablado de que el ataque fue ejecutado con cloro, los síntomas de quemaduras en las córneas o espuma en la boca de las víctimas, hacen especular sobre el posible uso del gas sarín, un elemento neurotóxico que afecta al sistema nervioso y que está considerado por la ONU como un elemento de destrucción masiva. El ataque ha dejado al menos 40 víctimas mortales.
Tras este festín de misiles, Donald Trump, que no superó las historietas de indios y vaqueros de su infancia, halagó el ataque con un espantoso “misión cumplida”. Nos quiso vender la moto, como se ha hecho toda la vida con la guerra, y alegó que actuar a golpe de bomba era necesario porque el supuesto uso de armas químicas, por parte del régimen sirio, estaba prohibido. Son esas cosas que hacen los gobiernos. Hacernos creer con un sinfín de sutilezas que sus acciones, aun crueles e innecesarias, son salvadoras de algo. A Trump, las víctimas del ataque químico, le trajeron sin cuidado. Igual que no le han importado lo más mínimo la millonada de muertes por esta guerra, ni el sufrimiento del pueblo sirio, ni las realidades de un país desmigajado desde hace ya siete años. Sin sorpresas. No esperábamos humanidad en Trump a estas alturas. Solo quería atacar. Quizá por sus porquerías de ideales, por objetivos oscuros o incluso por diversión. Acentuó el uso prohibido de unas armas para excusar el bombardeo como si la guerra en sí misma no tuviese que estar sujeta ya a prohibición.
Sociedades supuestamente avanzadas y democráticas, conocedoras del diálogo, continúan con la idea de que la guerra es una pócima para la estabilidad. La venta de armas, la exaltación del sentimiento patriota y los discursos que alegan amenazas sociales y camuflan odios e intereses, es hacer caja a lo grande como para que la diplomacia lo tire todo por la borda. El dinero guía. Tras los atentados de París, en 2015, los mayores fabricantes de armas del mundo ganaron más de doce millones de euros en Bolsa. Solo en una semana. Por tanto, que se nos venda a la acción villana como una salvación heroica y que en tiempos revueltos, a excepción del amor, todo vale, no es casualidad ni verdad: son gajes del negocio.
Aun con víctimas mortales, con ataques químicos, con aviones que bombardean en ciudades, con espías informáticos, con discursos de héroes y villanos, mantenemos la creencia de que algún día llegará la III Guerra Mundial solo cuando el terrorismo azota nuestras calles. Y que todo ese conflicto en Siria, que ha matado a más de medio millón de personas, no nos pertenece. Sentimos que la guerra está a punto de llegar y, en realidad, llegó hace tiempo. Pero se nos han regalado, de forma envenenada, una infinidad de conceptos para evitar decir la palabreja que tres países, supuestamente democráticos, están lanzando misiles desde un avión y ni siquiera nos duele la boca del estómago. Sentimos estar en sociedades diplomáticas, que luchan por hacer posible la paz en el mundo pero las luces con las que los gobiernos iluminan el cielo, y nuestro futuro, aparecen a golpe de misil.
Sí. Sin pamplinas ni eufemismos. La guerra es la propuesta inteligente que tienen nuestras democracias: masacres por masacres, inocentes por inocentes, armas químicas, cinturones y Kalashnikov por aviones y bombardeos. Defienden nuestros líderes que atacan a objetivos concretos y que no existen víctimas civiles, como si presumieran con ello ser mejores personas. La cuestión no es si llegan o no llegan a matar; sólo la idea de que las bombas sean la solución de nuestra era es lo terrible y repugnante. Preguntaba en alto, una vez, un profesor de mi facultad: “¿Qué diferencia existe pues entre la persona que mata con pistola y aquella que, desde un avión, ordena bombardear a un territorio?” “¿Acaso ambos no son asesinos?”.