Finalmente el anuncio oficial de la Fórmula 1 llegó, días después de que el ayuntamiento de Hanói viniera a confirmar lo que ya era un secreto a voces. Vietnam tendrá un Gran premio en 2020, fecha que empieza a adquirir una imagen de tiempo nuevo, con la posibilidad más que probable de que Miami se convierta en otra de las novedades del futuro calendario, que amenaza con ser abultado o con expulsar, inevitablemente, a alguno de los históricos, a los que Sean Bratches empieza a apretar las tuercas con la negociación de nuevos contratos a la vista. Nada nuevo bajo el sol. La Fórmula 1 explora nuevos mercados y los trazados vetustos experimentan sudores fríos ante el peligro de que lo nuevo se coma a lo viejo. Pero antes de que eso pueda ocurrir, la primera noticia es “la de cal”, aunque no ha caído en gracia entre la mayoría de los aficionados.
Cuando Liberty arrebató el gobierno a Bernie, corríamos el riesgo de perder el atrevimiento a experimentar, a llevar la máxima competición del motor a lugares en los que no había estado. Esa facilidad para traducir sus idas de olla en contratos multimillonarios que a lo largo de los años dejaron aciertos, como Azerbaiyán o Singapur, y fracasos, como India o Corea, pero sobre todo una pretensión clara de globalizar un deporte puramente europeo, de llevar el ‘Gran Circo’ a destinos exóticos y economías al alza. Ahora le toca a Vietnam. La devastación y la pobreza absoluta ha dejado paso a un país nuevo en los últimos años, con una tasa de pobreza en constante disminución y esperanzas para una población que no priorizará sacar una entrada para el Gran Premio frente a otras necesidades de mayor importancia, pero sí recibirá la llegada de la Fórmula 1 como una oportunidad para mirar al exterior. ¿Antes Vietnam que Ímola? El termómetro del fan no engaña, pero la pregunta más acertada debería ser, ¿Ímola y Vietnam son incompatibles? Es de sobra conocido el compromiso de la nueva directiva con los clásicos, amparado por un Ross Brawn que, por lo pronto, mucho tiene que ver en la perseverante idea de revivir el circuito de Zandvoort, ausente desde 1985.
La mayoría no pasa por alto tampoco el diseño de un trazado entre las calles de Hanói que pretende ser rápido, adquiriendo en parte el cariz de Bakú, además de atrevido. No brillará por su diferenciación, pero al menos huirá de las curvas de noventa grados, tan repetitivas en los últimos urbanos, y tomará prestadas algunas características que funcionan en otros circuitos. Las eses, Massenet, o los giros interminables como el curvón de Sochi son fácilmente reconocibles en una pista que también alberga trampas como la curva ciega (al estilo de la 12 de Shanghái) previa a la recta más larga, en la que se alcanzarán velocidades de 335 km/h. Como poco, merece un voto de confianza. Ensalzar y pedir más pistas históricas puede compatibilizarse con la ilusión de ver a los coches rodar en nuevos destinos y, aunque pueda escocer a los más puristas, ese ha sido siempre el ADN de la Fórmula 1.