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Víctimas y verdugos

Dicen que fue por octubre (2019) cuando en el continente asiático, una enfermedad que cursaba con personalidad propia, aunque tenía rasgos de gripe, alertó a algunos facultativos que comenzaron a sospechar que la tos y los mocos eran algo más; sus sospechas, les convirtieron en sospechosos hasta que, dos meses después, la Organización Mundial de la Salud (OMS) obligó al Gobierno chino a informar de lo que ocurría intra muros, no en una población de las miles de un país de 1.400 millones de habitantes, sino en muchas localidades y a muchos de sus vecinos que morían sin diagnóstico definido, tras un escueto tratamiento. Inaugurado 2020, los rumores se extendían y apuntaban a que en China pasaba algo raro, hasta que, otros dos meses más tarde, las alarmas saltaron, a la vez que una incertidumbre fingida, para quienes saben qué pasaba y qué pasa, se extendía como la pólvora; pero, lo primero que hicieron fue nombrar a un virus y llamarle Covid-19. Hasta marzo, casi medio año después, la Unión Europea y la OMS, no reaccionaron, ateridos por su ineficacia y envueltos en el pánico del desastre económico que supone confinar a la humanidad en sus viviendas (el que la tiene), por un lapso de tiempo que no podía superar los 15 días y se prolongó hasta junio, en algunos países.

El caos financiero estaba servido (para algunos), a sabiendas de quienes sabían que debían mantener silencio hasta el límite, porque saben mucho más de lo que dicen; luego, bien planeada, una avalancha de informaciones internacionales, con la consigna de hacer del Covid-19 el protagonista absoluto del planeta: confinados, domesticados, empobrecidos y abducidos, de la noche a la mañana, se han abierto las fronteras de lo que llaman nueva normalidad; y, así, los que hemos sido víctimas de una enfermedad que ha aniquilado a cientos de miles de personas y a otros tantos ha llevado a la ruina, nos hemos convertido en verdugos, al no respetar la distancia de seguridad establecida, el uso de mascarilla y de hidroalcoholes para desinfectarnos las manos. Quien no sigue estas indicaciones es un factor de riesgo para él y para los demás, al que pueden acusarle de irresponsable, insolidario y temerario, además de multarle y castigarle con la aplicación de diferentes correctivos, según la nacionalidad.

Hemos pasado de contar los muertos, cada cual a su manera, a contar el excedente de usuarios de la playa, la piscina, el restaurante o la discoteca, a la par que se hace un unánime llamamiento al personal para que viaje y consuma, porque la industria del turismo está en peligro y es como apagar el motor de un bimotor a 2 metros de altura, mientras hace un trayecto por tierra pura y dura, con el amparo de un chaleco salvavidas, para aguas profundas. Ahora, anuncian el Festival de la Música en París y se rasgan las vestiduras, cuando miles de franceses se reúnen a cantar, bailar, comer y beber, sin que medie distancia ni protección respiratoria; ahora, el enemigo es el que viene de fuera y mucho más si ha cruzado el Atlántico; es el portador y transmisor de ese virus 2019; un foco de contagios que hay que aislar y rastrear, para saber con quiénes ha estado en los últimos días; porque, ahora, la responsabilidad es de cada uno; es la carga gratuita que nos han adjudicado, después de arrebatarnos la inocencia de creernos víctimas de una pandemia, de una quiebra y de la pérdida de besos y abrazos que no sean entre plásticos. Vaya! 30 años de lucha contra el enemigo común, el indestructible y hoy lo tenemos (como siempre) hasta en la sopa.

Es una jugada maestra, más vieja que la quema de Roma a manos de Nerón. ¿Qué será lo próximo?, tal vez ¿Internet?, pues ya que nos tienen a todos bien cogidos y aleccionados, y conducidos al teletrabajo, el telebanco, el telepizza y el telecoca, no descarto que alguna cabecita quiera darle ‘Una vuelta de tuerca’ ('The Turn of the Screw', Henry James), cuando hemos desechado los misiles, y estamos hechos y acoplados tras lo que fue aquella ‘tercera guerra mundial económica’ (2008-2015), un lustro después.

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