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La profunda confusión de Zidane

Ronaldo falla una ocasión ante Asenjo | realmadrid.com

Nunca podemos pasar de la duda a la confusión. Ni siquiera debemos entrometer los conceptos. La duda puede ser el punto de partida de grandes hazañas o relatos. Si dudamos, barajamos varias posibilidades, y puede que en este manojo de opciones se encuentre aquella que nos satisfaga en mayor medida. La confusión solo desemboca en finales desgarrados.

En el fútbol prevalece lo inmediato. Los tiempos han estructurado este deporte como una profesión donde la derrota no admite explicación alguna. Hace un par de décadas, Jorge Valdano entrenaba a un equipo vestido de blanco y tras perder contra un rival de menor talante, les consoló alegando que “cuando se juega como ustedes jugaron hay permiso para perder”. Hoy estas palabras carecen de valor. La victoria no goza del reconocimiento a largo plazo debido al temor causado por la posibilidad de que en la siguiente cita la derrota se personifique. La exigencia es el único camino reconocido para prosperar.

Aclarados los posibles síntomas de esta desconocida enfermedad que ataca al madridismo, el diagnóstico se vislumbra con mayor facilidad. Zidane no duda, porque está confundido. Pero no quiere parecerlo. Dentro de ese orgullo atípico en sus palabras, pero que la prensa le saca últimamente en cada comparecencia, el técnico lucha consigo mismo por buscar una solución. Y a poder ser, inmediata.

La lógica no acompaña en este deporte, y el franco argelino parece no percatarse. Jugar con quienes te hicieron tocar el cielo por segunda vez hace siete meses no te asegura la victoria. Es más, la complejidad se dispara: los resultados están destinados a negarse. El éxito radica en saber reinventarse una y otra vez, rompiendo con lo establecido. Zidane, a pesar de tener sangre nueva en su fuente de recursos, decide despojarse de ella y apostar por un equipo vacío.

Ante el Villarreal, el juicio era más que evidente. El Bernabéu tan solo contemplaba dos opciones. Podían absolver a su equipo -y confiar en que las dos competiciones restantes devuelvan el vacío de motivación- o condenarlo. Fue esto último lo que sucedió. El Madrid volvió a rehusarse de una estabilidad que durara noventa minutos y se deshizo por poesía. No fue el gol de Fornals lo que mató al Madrid, sino que cometió un suicidio. Su desacierto entre los tres palos, sumado a la pobreza de su juego, le condujeron a la derrota. El Villarreal se limitó a cumplir la labor de la justicia futbolística, que siempre azota a quien más perdona.

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