El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha avivado otro fuego en uno de los conflictos más sensibles en Oriente Medio de las últimas décadas. El gobierno de Washington planea reconocer la ciudad de Jerusalén, icono de las culturas islámica y judía, como capital del Estado de Israel. De esta forma, se retiraría la embajada de la que hasta ahora reconocía como capital, Tel Aviv, trasladándola a la Ciudad Santa de las tres religiones.
La noticia provoca un cambio en la que había sido la política exterior del país durante más de seis décadas caracterizada por cierta neutralidad. Esta ha provocado la reacción de diferentes líderes europeos y árabes, quienes se han manifestado contra todo movimiento que pudiera desestabilizar aún más la situación en la zona. Federica Mogherini, vicepresidenta de la Comisión Europea, afirma que “toda acción que pueda socavar los procesos de paz en la zona debe ser evitada”.
Así pues, otra figuras internacionales como el Papa Francisco ha clamado por que “prevalezca la prucencia y evitar que se añadan nuevos elementos de tensión”. Sin embargo, desde la Administración Trump, tal y como informa The New York Times, se defiende que este movimiento acelerará la llegada de la paz a la zona en conflicto y no frenará todos los esfuerzos hechos hasta el momento.
Sin embargo, se afirma que el traslado de la embajada no se será una realidad hasta dentro de unos años. Por el momento, se firmará por mantener la embajada durante seis meses más en Tel Aviv.
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Durante la campaña para las elecciones presidenciales del ahora presidente de los Estados Unidos, este incluyó en sus promesas el reconocimiento de Jerusalén como la capital de Israel. Sus intenciones, afirmaba, eran las de cumplir su plan de paz en un conflicto que arrastra la región desde mediados del siglo pasado.
Desde 1920 el Imperio Británico sería dueño de la región de Palestina debido a la derrota de los otomanos tres años atrás en la Primera Guerra Mundial. Casi tres décadas después, en 1947, las Naciones Unidas darían luz verde a la resolución 181 en la que se abogaba por un reparto justo de la región entre israelíes y palestinos, aún de propiedad británica. En 1948, cuando el mandato británico de forma oficial, se desencadenó una guerra entre ambas partes que provocaría su ocupación y, con ella, la de la ciudad de Jerusalén, cuya parte más moderno caería en propiedad de los judíos. Meses después, se realizaría un reparto en el que el nuevo Estado de Israel controlaría la parte oeste de la ciudad y los palestinos, la este. Sin embargo, desde entonces, los conflictos en la zona no han cesado, siendo la Ciudad Santa la capital de estos enfrentamientos, los cuales han llegado hasta nuestros días.
